domingo, 22 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 6



El "estadio del espejo", definido - de ahí su nombre - por el reconocimiento de la propia imagen reflejada en un espejo, sucede en el ser humano entre los seis y los dieciocho meses, edad en la que, junto con una dependencia de la lactancia y una incapacidad motriz que van a ir remitiendo, se da todavía una percepción, por parte del niño, de su propio cuerpo como dividido en trozos. Ese reconocimiento de la propia imagen, y la consecuente "identificación " en sentido psicoanalítico ("la transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen"), no es ni mucho menos inmediata, pasa por una serie de fases sucesivas que poco a poco llevan al niño a separar la imagen de la realidad, tanto en relación consigo mismo como con sus semejantes. Además, el "estadio del espejo" permite al niño establecer una relación entre lo subjetivo y lo objetivo, o sea, entre en Innenwelt y el Umwelt y, en este sentido, es fundamental el hecho de que se produzca esa identificación con una imagen del propio cuerpo como totalidad, pese a que la percepción del mismo sea fragmentada y el esquema corporal no esté aún constituido. Se da ahí una anticipación a la madurez que es estructurante para la identidad del sujeto, pero que también trae consigo una enajenación del sujeto en lo imaginario, dado que la unidad del cuerpo se da como algo exterior y, además, simétricamente inverso; de este modo, el "yo" aparece ligado, en lo imaginario, a la extrañeza (el Umheimlich de Freud). Esa enajenación es, precisamente, la que se despliega en el motivo del doble a lo largo de una tradición cuyo máximo exponente es la literatura fantástica (precisamente la que estudia Todorov). Habría que destacar además un aspecto que el mismo Lacan resalta en su famosa comunicación sobre el "estadio del espejo": "El punto importante - dice - es que esta forma sitúa la instancia del yo, aun desde antes de su determinación social, en una línea de ficción, irreductible para siempre por el individuo solo". Y es que, de pronto, esas palabras de Lacan , ésas en concreto, más que toda su teoría del sujeto, nos llevan directamente a Carmen Martín Gaite y a la "sed de espejo" de la que ella habla, la "sed de ser reflejados de manera inédita por los demás". A partir de ahí brotan ante nuestros ojos todas las ramificaciones del doble en sus novelas: parecidos físicos asombrosos entre padres e hijos, interlocutores soñados o reales, reflejos en armarios de luna, imágenes superpuestas del mismo sujeto en diferentes etapas de su vida, incluso las luchas de Mariana con la Doctora León , en esa clara esquizofrenia que apenas necesita ser interpretada. ¿Cuál es la esencia de esa sed? "A todos, ya lo creo, nos gustaría encontrar ese buen espejo donde no se reflejaran más imágenes que las que se fueran produciendo al ponernos nosotros frente a él, por fragmentarias, incoherentes o indescifrables que fueran. Un espejo que no nos amenazara con estar albergando en el fondo de su azogue previas versiones de nuestro ser, ni siquiera aun cuando fueran más armoniosas y halagüeñas que las que ese momento promueve y estimula. [...] ¿A quién no le ha agobiado alguna vez su propia biografía, quién no ha sentido el deseo de arriar el personaje que la vida le impele a encarnar y con cuyo espantajo irreversible le acorralan los malos espejos, esos ojos que no saben mirar ni leer más que lo ya mirado o leído por otros?" (La búsqueda de interlocutor y otros búsquedas, p. 17). Sí, ¿a quién no le ha pasado eso? En definitiva, es la "sed de que alguien se haga cargo de la propia imagen y la acoja sin someterla a interpretaciones , un terreno virgen para dejar caer muerta la propia imagen, y que reviva en él" (La búsqueda..., p. 17). Necesitamos la mirada ajena, pero no la mirada que no se arriesga y que nos archiva con una etiqueta elaborada a partir de patrones establecidos en los que se esfuerza por hacernos entrar, sino la de "aquellos ojos que se aventuran a mirarnos partiendo de cero, sin leernos por el resumen de nuestro anecdotario personal", esa mirada que, convertida en un "buen espejo", nos liberaría "de la cadena de la representación habitual" y nos otorgaría "esa posibilidad de ser por la que suspiramos" (La búsqueda..., p. 20). Expresar la "sed de ser" como una "sed de espejo" es lo que, dentro de la obra de Carmen Martín Gaite, hace estallar en añicos la identidad. Desdoblarse o fragmentarse viene a ser lo mismo. Y, de pronto, es como si se le hubiera dado la vuelta al calcetín del sujeto lacaniano, ése que se estructura en el "estadio del espejo". Porque no hay un solo espejo y ningún espejo es capaz de reflejar la totalidad de un ser: "no somos un solo ser, sino muchos [...], cada persona que nos ha visto o hablado alguna vez guarda una pieza del rompecabezas que nunca podremos contemplar entero. Mi imagen se desmenuza y se refracta en infinitos reflejos" (El cuarto de atrás, p. 145). Si el espejo lacaniano concedía una identidad objetiva unitaria a lo que subjetivamente se percibía como fragmentario, el espejo de Martín Gaite, hecho añicos, consigue justamente lo contrario y, rizando el rizo, diríamos que logra en la ficción y con la ayuda del otro (el interlocutor, el "buen espejo"), conjurar aquella "alienación del yo". Porque también ella, como Lacan y seguramente por casualidad (no tiene sentido buscar aquí citas implícitas), considera que nada puede el individuo solo: "A lo que más apego se tiene - dice la autora - es a uno mismo, pero los esforzados y solitarios buceos por el interior de ese habitáculo, mitad orden mitad caos, que constituye el propio ser acaban resultando insuficientes, por mucha querencia que nos vincule a tal recinto. Incluso para la gente - cada día más escasa, por cierto - capaz de aguantarse a sí misma y de resistir a pie quieto en la morada personal, los pasillos y recodos miles de veces explorados, palpados y recorridos a solas se convierten al cabo en laberinto. Y el propio yo viene a verse con una especie de telón despintado y engañoso que solamente una mirada ajena podría hacer creíble y reivindicar" (La búsqueda..., p. 18). Da la sensación de que ahí está todo, la sensación de que desde ahí se comprende la obra de Martín Gaite, sobre todo la más reciente.

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