miércoles, 25 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 14

A diferencia de la madre de Águeda, la suya siempre había sido una mujer de una pieza y bastante sobreprotectora y "empachosa". Pero la censura que Águeda calificaba de "callada" la había vivido también, tácita y explícitamente. Y sí, sentía, como la protagonista de Lo raro es vivir, que a su madre siempre la había defraudado, que nunca había sido lo suficientemente buena para ella. Una vez, incluso, había escrito una canción que hablaba de eso, y de la que su madre no había sabido nunca nada. La había titulado "El modo de hacerte feliz" y si alguna vez la volvía a cantar para sí misma, siempre se le hacía un nudo en la garganta. Deshacer ese nudo era algo que le había parecido siempre imposible, aunque probablemente, como Águeda, nada hubiese deseado más que ser aceptada por su madre y salvar el foso que las había separado desde su entrada en la adolescencia. El paraíso perdido con su madre era también el de la infancia y tampoco sabía cuándo ni como se habían separado tanto, a pesar de que se veían a diario. Verse o no verse no tenía importancia. Proximidad física y cercanía espiritual no siempre iban unidas. Águeda reclamaba el derecho de ser aceptada por lo que era ("¿tan difícil resulta aceptarme como soy?", p. 161), pero, al mismo tiempo, tenía a su madre en un pedestal y luchaba denodadamente por mirarse en ese espejo, que no le devolvía más que una imagen distorsionada. Llegar a conocer a su madre se convertía así en un sinónimo de llegar a conocerse a sí misma y a ello iba unida una autoestima bajísima, pues la hija sentía que no alcanzaba más que a ser una copia del madre. Narrativamente hablando, todo eso se canalizaba en la novela a través de la figura del doble. Águeda Soler y Águeda Luengo no sólo llevaban el mismo nombre de pila, sino que además eran, con la diferencia de los años, que una vez muerta la madre habían dejado de tener importancia, prácticamente como dos gotas de agua. Era ese parecido físico (que afectaba incluso a la voz) lo que hacía pensar a Ramiro Núñez en un juego, como él lo llamaba, consistente en que Águeda hija se hiciera pasar por Águeda madre y visitara de esa guisa al abuelo moribundo a quien nadie le había comunicado todavía el fallecimiento de su hija. A partir de ese principio, la búsqueda de su propia identidad por parte de Águeda Soler se construía en la novela como un encuentro con su doble, su madre. Un encuentro muy difícil de consumar: "Rosario solamente comentó en un determinado momento lo difícil que era quererla, y yo me limité a contestar que ya lo sabía. Pero la niebla tras la que se oculta Águeda Luengo no me la despejó el testimonio de Rosario Tena ni tampoco, dos días más tarde, el del abuelo [...]. Ella sigue perfilándose a lo lejos como una esfinge entre la niebla, ésa es su condición, cosa del tarannà. "No nos conviene ser tan evidentes", me solía decir" (p. 212). Finalmente, esa zona oscura nacía de la infelicidad de la madre, generada, como al final se comprende, por el fracaso de su matrimonio; era ése un dolor que la niña no alcanzaba a desentrañar y que estaba presente ya la tarde del desmayo en los suspiros de Águeda Luengo, en su tristeza y sus pocas ganas de hablar. Un sufrimiento que la madre no deseaba compartir con su hija y que había provocado una exclusión de ésta y una incomunicación que no había hecho sino agrandarse con los años; una incomunicación que Águeda Soler había interpretado como una falta de amor y que, en realidad, no había sido más que el fruto de una amargura heredada: "Me he pasado más de media vida diciéndoles a mis padres cosas que no tenían nada que ver con las que hubiera querido decirles, educando mi voz para que se acoplase a una traición que fue dejando de serlo a medida que se debilitaba la voluntad, cediendo a los pactos de disimulo y medias verdades que la relación entre ellos proponía a modo de paliativo insensible para aliviar la inquietud sin hurgar en sus causas. Aprendí desde edad bastante temprana a mirarme en aquel espejo oblicuo donde mi rostro asomaba a medias tapado por el de ellos, pero no me di cuenta de que estaban torcidas las sonrisas hasta que empezó a reflejarnos solas a mamá y a mí con la sombra de él al fondo. Yo intentaba borrar aquella sombra, la frotaba con rabia una y otra vez, pero reaparecía como la mancha de sangre en la llave de Barba Azul, y dentro del espejo se congelaban los gestos, nada era verdad, a todas las sillas les faltaba alguna pata, no corría el aire, en los estantes había ceniza en vez de libros, mi cara era azul y las figuras se ladeaban como esos muñecos que no asientan bien y están a punto de caerse. ¿No sería - empecé a pensar - que casaban mal unas con otras desde siempre, y que mejor estaríamos cada cual por su cuenta, como ella solía decir, a la conquista de la propia ración de aire? Mamá se quedaba mirando por la ventana cuando dejaba caer esa propuesta teñida del color de sus pinceles, amarillo bilioso, nacarado o granate, y a mí se me encogía el corazón ante su perfil agudo de pájaro impaciente. "¡Que no se vaya!", pensaba, "¡que no eche a volar!", luego todo volvía a estar como antes, aunque aquel aviso podía repetirse inopinadamente. Pero qué difícil es buscar la propia ración de aire, aguantar el aire libre cuando te has aficionado a los paños calientes, abandonar la cueva sin rencor y sin daño, resignarse a olvidar lo que no se ha entendido. De todas maneras, acabé comprendiendo - aunque me costó - hasta qué punto se había distorsionado mi imagen dentro de un azogue empañado por oscuros vicios de origen que yo heredaba a ciegas, sin culpa ni alegría. Y un día dije ¡basta! Y rompí aquel espejo. Pero lo rompí mal, porque sus añicos se me siguen clavando. No los supe barrer" (pp. 95-96). ¿Qué más se podía decir? Sintió que estaba llegando al final de aquellas reflexiones y que, en ese punto, su vida se superponía no a la de Águeda Soler, sino a la de Águeda Luengo. Su propia tristeza por haber fracasado en el intento de tener una familia era la de Águeda Luengo, esa tristeza que no quería compartir con su hija pequeña seguramente para protegerla de todo lo malo y lo feo de la vida y que las había ido alejando progresivamente una de otra. Sí, también ella conocía ese sentimiento y también la relación con su hijo se veía minada muchas veces por él. Al final, su lectura del libro era aquélla, la que podía hacer de su propia vida. No había teoría que pudiese sostener semejante interpretación de un texto literario. Se trataba de algo, digamos, empírico: comprobaba, en su propia existencia, que la literatura imita a la vida tal vez en el mismo grado en que la vida imita a la literatura. De algún modo, Águeda Luengo y Águeda Soler eran reflejos de ella; eran esas otras vidas que hubiese podido vivir de no haber vivido la suya, y era la literatura y sólo la literatura la que le había permitido ser las otras sin dejar de ser quien era.

martes, 24 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 13

No cabe duda de que, pese a todo, el rechazo a la maternidad, en el caso de Águeda Soler, está en relación directa con su propia madre. La raíz de todo su malestar hay que buscarla en la pérdida del paraíso de una infancia en absoluta comunión con su madre, cuyo símbolo es el autorretrato azul que ésta le regaló cuando cumplió ocho años y que para la protagonista es su posesión más preciada y a la vez más dolorosa. Entre el momento que inspiró el cuadro, el desmayo de Águeda Luengo, embarazada de un segundo hijo que no llegó a nacer, en una escalera de una calle de Tánger, cuando sólo la acompañaba su niña de siete años, y el deterioro posterior de la relación entre madre e hija, hay una zona oscura que Águeda Soler no ha llegado nunca a comprender y que ha determinado su desorientación y su desconcierto ante la vida y ante sí misma: "Tenía la cabeza apoyada contra aquella barandilla y la cara muy fría. Las manos también. No sabía qué hacer, pero estaba segura de que si me echaba a llorar todo estaba perdido, porque ella me había dicho muchas veces que en los momentos de verdadero peligro lo peor es llorar, y además lo sabía por los cuentos. También sabía que no podía apartarme de allí porque la estaba protegiendo, que mi sitio era ése, nunca en mi vida he vuelto a saber con tanta certeza que estoy donde tengo que estar como aquel atardecer en Tánger junto a mi madre desmayada que sólo podía depender de mí, de mi fe en la suerte" (p. 169). Esa zona oscura, ese "foso que nos separa, y no sé desde cuándo" (p. 186), como le dice Águeda a su madre en una carta que no llega a enviarle, es el foso de la incomunicación, la que surge de tantas diferencias como hay entre ellas, nunca discutidas y nunca afrontadas: "papá ya hace ocho años que nos dejó solas y enfrentadas en nuestras diferencias, agua pasada, sí. Quisiera, aunque no sea capaz de pedírtelo, buscar contigo los puntos de contacto que puedan existir a pesar de nuestras diferencias, que me ayudases a aceptarlas, es cuando las olvidas o cuando pretendes anularlas cuando se ahonda el foso que nos separa, y no sé desde cuándo. Qusiera saber también en qué te he defraudado..." (p. 186). De este fragmento, habría que destacar dos cosas: la necesidad de Águeda de aceptarse en sus diferencias respecto a su madre y la sensación que tiene de haberla defraudado, porque van unidas. Águeda reprocha muchas cosas a su madre muerta, sobre todo lo que ella siente como indiferencia, desapego y censura callada. "Me gustaba presumir ante mis amigos - dice - de madre no empachosa ni fiscalizadora, pero nada ansiaba tanto como sus preguntas" (p. 162) y, se podría añadir, también sus broncas. Le duele ese distanciamiento y le duele también el rechazo de su madre a dejarse conocer y entender: "Que en mi madre no había una persona sino varias, lo sabía hacía mucho, y aunque no las conociera a todas, intuía que ninguna de ellas estaba dispuesta a dejarse vampirizar por amores exclusivos, éramos de la misma raza" (pp. 209-210). A través de las angustiosas imágenes de "madre con niño", Águeda Soler no sólo proyecta su miedo a ser madre y a sentirse atrapada en ese rol, sino que también se refleja como hija en un "regazo hostil y ausente".

Acerca de Carmen Martín Gaite 12

Los tiempos se superponían. La muerte de la madre de Águeda Soler parecía una premonición, pero no lo fue. En cambio, aquellas reflexiones en torno al miedo generacional al compromiso, que inicialmente no le hicieron pensar en nuevos reflejos, sí tuvieron algo de profético. Hacia 2007 releyó aquellas notas para su trabajo sobre la subjetividad literaria en Carmen Martín Gaite que había tomado en torno a 1999. Entonces no había sido madre todavía y era feliz en su vida de pareja. J. y ella representaban bastante bien aquel prototipo de jóvenes treintañeros que se niegan a aceptar el paso de los años y buscan incansablemente vivir de otra manera, ser distintos a todo lo que ven a su alrededor. Y sin embargo, aunque eran evidentes, no había sido capaz de percibir las semejanzas de todo eso con lo que se contaba en la novela, como sí, en cambio, viera tantísimas otras coincidencias entre su persona y el personaje de Águeda Soler. Ellos vivían entregados a sus inquietudes personales. Él estudiaba su carrera. Ella se dedicaba al teatro. Viajaban siempre que tenían oportunidad, huyendo como de la peste de los viajes organizados y los circuitos turísticos; siempre con la mochila a cuestas y la incertidumbre de dónde dormirían al día siguiente; siempre buscando destinos que les permitiesen saborear la aventura: India, México, Australia. Durante tres años fueron realmente muy diferentes a toda aquella gente de su edad que, habiendo renunciado ya a ciertas fantasías, empezaba a dar el paso hacia la hipoteca y los hijos. Gente que muchas veces intentaba llevarlos a su terreno, tal vez por aquello de "mal de muchos...". Les decían que debían pensar ya en casarse y en formar una familia. Pero ellos se sentían orgullosos de no entrar en ese molde y miraban con cierto desprecio a los que habían claudicado. En algún momento, esa arrogancia los llevó al desastre. Y fue precisamente cuando ella se quedó embarazada. Así que, al releer, ocho años más tarde, aquello que había escrito acerca de Águeda Soler y su generación, se daba cuenta de que aparecían nuevas coincidencias y paralelismos que la equiparaban con la protagonista de Lo raro es vivir. Su hijo había nacido porque ella lo había deseado y también porque había deseado tenerlo precisamente con J. , ya que él era, entonces, la única persona con la que podía sentirse "diferente", eternamente joven y rebelde. Aunque, en ese punto, había una gran diferencia entre las dos, pues Águeda sentía aversión por la maternidad y ella había deseado ser madre, de algún modo, aquella discrepancia se explicaba porque Águeda estaba, por así decirlo, en una fase distinta del proceso: una fase en la que todavía le quedaba mucho trabajo interior por hacer antes de poder ser realmente feliz con Tomás. O tal vez sería mejor decir que el proceso en ambas no seguía el mismo orden. Ella, que no había vivido ese tipo de crisis personales cuando estaba con J. , no era consciente entonces de que le faltase nada. Se sentía, o eso le parecía, como Águeda al final de la novela, cuando decide por fin tener un hijo con Tomás. Pero era como si los caminos de ambas se hubiesen invertido. Un reflejo invertido, sí. Águeda "bajaba al bosque" y salía de él preparada para formar una familia con Tomás. Ella había formado una familia con J. y, después, al encontrarse sola, se había dado cuenta de que tenía pendiente su "bajada al bosque". Así que, de pronto, en ese giro de la vida, la literatura volvía a ser espejo y aparecían nuevos ecos que no habían resonado antes. Resonaba aquel agobio ante la imagen de "madre con niño en su regazo", resonaba aquella preferencia por la evitación y, sobre todo, resonaba aquel andar poniendo barreras a los lazos emocionales y al compromiso, barreras nacidas de un miedo inconcreto y difuso.

Acerca de Carmen Martín Gaite 11

Los "problemas de fontanería" de Águeda Soler, como los de Sofía Montalvo en Nubosidad variable, son el símbolo de una crisis profunda, un "cortocircuito" provocado por el cruce inesperado de "una serie de cables de distintas procedencias" (p. 29) que habían permanecido ocultos y enmascarados durante mucho tiempo. Águeda se ve abocada así a una búsqueda de respuestas acerca de sí misma y de su identidad como mujer y como persona que pasa por la recuperación de aquello que más duele y que ha sido relegado al "cuarto de atrás". Quizá el atasco más llamativo en las tuberías de Águeda, su mayor bloqueo, sea el que se manifiesta a través de su aversión a la maternidad. La sola sugerencia de Ramiro de que su mareo inicial haya podido deberse a un embarazo la hace exclamar: "¿Embarazada yo? [...] De ninguna manera, ¡Dios me libre! No quiero tener hijos nunca, nunca. ¡Jamás en mi vida!" (pp. 10-20). Desde las primeras páginas de la novela, la protagonista aparece bajo el manto de esta obsesión, que concede un peso angustioso a ciertas imágenes externas y hasta inocuas en las que no puede evitar proyectarse y descargar el profundo malestar que la perspectiva de ser madre le produce: "Sobre la puerta descubrí un letrero cuya lectura me convencía de no haberme equivocado [...] , y debajo [...], una Virgen del Perpetuo Socorro de regular tamaño con su actitud hierática de icono y los ojos en punto muerto mientras sostiene sin ganas al niño de cabeza ladeada que parece un espárrago, mal nutridos los dos, ella con casquete; casi todas las vírgenes del mundo agarran los dedos de su niño como por cumplir y se les trasluce una sonrisa aprensiva, a saber lo que me espera después de que me pinten este retrato y descuelguen los ángeles de adorno, tendré que aguantar al mismo tiempo la maternidad y la leyenda" (p. 12). La identificación de la protagonista con la imagen de la Virgen es clara y automática, tanto que el paso de la tercera a la primera persona se produce sin transición y la aprensión reflejada en la sonrisa de la imagen religiosa no es otra que la sentida por Águeda. Esa figura de "madre con niño en su regazo" se le aparece de nuevo en el metro, en carne y hueso, y la desazón es exactamente la misma: "Noté que me tiraban de la correa del bolso y me volví hacia ese lado. Era un niño de corta edad en brazos de su madre, ella iba distraída y movía los labios mirando al vacío con gesto de agobio. El niño [...] se puso a manotear muy contento, mientras se debatía en aquel regazo consabido y hostil. La madre seguía sin darse cuenta de nada, incapaz de jugar, ausente de sus preocupaciones. [...] No pude resistir la sospecha de que quisiera venir conmigo. Me levanté bruscamente sin volver a mirarlo y me abrí camino a codazos como un malhechor, huyendo del conato de llanto que oía a mis espaldas" (p. 35). No es gratuito que Águeda tenga ese encuentro en el metro precisamente, porque para ella, que significativamente lleva diez años sin utilizar ese medio de transporte y moviéndose sólo por la superficie, el hecho físico de bajar al metro se convierte en un descenso mucho más decisivo, ése al que aludíamos antes como "bajada al bosque", y que inevitablemente provoca la reflexión , provoca - establezcamos, ahora sí, un lazo con Freud - el encuentro con su particular Umheimlich, con esos "tramos umbríos [...] donde se acentúa la desconexión entre la lógica y los terrores" (p. 31). Águeda huye, busca otra vez la superficie, porque no es ninguna ingenua y sabe con lo que se está enfrentando: "Obedecer a ese mandato equivalía a asesinar mis embriones de pensamiento imprevisto, era como prohibir el acceso a los espermatozoides que se precipitan a fecundar un óvulo o destruirlos cuando han conseguido entrar, yo había elegido siempre el primer sistema, abortar me aterraba. Basta, no quería darle alas a aquella nueva metáfora, porque además era de las que escuecen, me bajaría en la próxima, se acabó el bosque" (p. 36). La metáfora en cuestión plantea el miedo a la maternidad como un síntoma de un temor más profundo a todo aquello que no controla dentro de sí misma, a su "pensamiento imprevisto". Por otra parte, en ese rechazo a la maternidad hay un ingrediente no desdeñable de terror generacional. Su encuentro, también dentro del metro, con Félix, un conocido de juventud al que ni siquiera recordaba, permite integrar a Águeda en esa población de treintañeros de clase media y formación universitaria nacidos en el baby boom de los sesenta y marcados por lo que se ha dado en llamar el "complejo de Peter Pan". Águeda, Félix y el mismo Roque, el gran amor perdido de la protagonista, pertenecen a esa generación que disfrazó su miedo al compromiso emocional y a las responsabilidades de carpe diem e independencia, y su inseguridad de inconformismo; esa generación de niños mimados, demasiado acostumbrados a los "paños calientes" (p. 96), que se proyectaban a sí mismos hacia el futuro bajo una luz difusa de rebeldía, asumida por pocos con todas sus consecuencias y apenas concretada por la mayoría mucho más allá de la fantasía del "yo tengo que ser distinto"; esa generación, en fin, cuyos miembros más soñadores se quedaron desfasados, sin haber encontrado su lugar en el mundo, sin haber sido capaces de querer a nadie o de dejarse querer y sin aceptar demasiado bien el paso de los años. Roque se gana la vida con el diseño publicitario y, al mismo tiempo, "inventa también otras cosas, para no hundirse en la mierda del todo. Y para seguir jugando a ser otro" (p. 39). A Félix, los hijos le producen tanta desazón como a Águeda. Incapaz de responsabilizarse de uno que tiene "perdido por ahí" , le confiesa a su amiga que "es un palo, por mucho que digas "allá se las apañen", por lejos que estén, los enanos siguen vivos y pidiendo coca-colas, eso no tiene vuelta de hoja. Y te llega el guirigay, ¿cómo te lo diría yo?, se te agarran a los pies y a las tripas" (p. 39). Es tal la obsesión de Félix con ese tema, que incluso está rodando un corto acerca de "un tipo que envenena a su compañera de piso cuando se entera de que va a tener un niño" (p. 40).

Acerca de Carmen Martín Gaite 10

Las asociaciones psicoanalíticas que podrían hacerse en relación con Águeda Soler y su incapacidad para aguantarse a sí misma son infinitas y asumidas por la autora. Aquí, como en otras obras, Martín Gaite opta por decir ella ciertas cosas, antes de que otros las esgriman como arma interpretativa, porque sin duda no son los complejos de Edipo, las esquizofrenias, las histerias, las neurosis ni las represiones sexuales o de otro signo los elementos que permiten entender de verdad a sus personajes, si bien son cosas que están ahí y frente a las que no se puede hacer la vista gorda. Por eso, Martín Gaite siembra su texto de referencias, que, de algún modo, viene a decir: "¡Eh! Ya sé que aquí da para especular mucho al amparo de Freud, pero no es eso lo que yo quiero mostrar. A mí los seres humanos me interesan por otros motivos." Así, por ejemplo, cuando al principio de la novela Águeda tiene, mientras habla con Ramiro Núñez, la visión del planeta transparente que viene a estrellarse con el nuestro y dentro del cual se halla su madre ocupando el lugar de la escena que le correspondería a ella, y el médico atiende solícito al mareo que le sobreviene como consecuencia de tal visión, Águeda agradece que Ramiro no le pregunte nada y se da cuenta de que el doctor Núñez no es de aquéllos que se pondrían "a hurgar en mis complejos de Edipo" (p. 20). También, cuando de pronto siente la necesidad de hacerle confidencias a Magda, su jefa en el archivo, una mujer que anhela ese tipo de confianza con ella y a la que siempre ha rechazado más o menos agriamente, Águeda mira por un momento la escena desde fuera y se ríe de sí misma al comprobar que "aquello se estaba encaminando, a poco olfato que se tuviera, por vericuetos parecidos a los que desembocan en el diván del psiquiatra" (p. 146). Estos avisos, en los que se deja oír la voz de la autora, tienen la virtud de despertar nuestra cautela, porque lo cierto es que determinadas asociaciones son inevitables si tenemos en cuenta que toda la peripecia de Águeda Soler se cose a partir de recuerdos, sueños e imágenes reflejadas de sí misma, y esos pocos días de su vida que compartimos con ella son los de su descenso a los infiernos o, lo que es lo mismo, usando una metáfora de la propia Águeda, los de su "bajada al bosque", emprendida tras tiempo y tiempo de existencia "enajenada", es decir, de ocuparse de "asuntos ajenos", en gran parte gracias a su trabajo de archivera, en el que día a día se las ve con documentos y legajos que contienen a otros seres y gracias a los cuales "ahogas tu propia indecisión en la de otros y con eso olvidas el cacao de tu vida" (p. 38). De las profundidades del desván de su conciencia, su "cuarto de atrás", Águeda va a sacar todo lo que durante años se la ha ido pudriendo en ese lugar difícil de ubicar, y va a lograr, como Dante de la mano de Virgilio, y en palabras de Rosario Tena, "salir del mal por las mismas escaleras del mal, lograr cambiar su rumbo sin cambiar su existencia, aprovechándola" (p. 182). La muerte de su madre, el asunto de su abuelo, el juego que le propone Ramiro Núñez tendrán la virtud de destapar el "pozo negro" de Águeda, del cual, como en el sueño que tiene la noche misma de su primera visita al sanatorio, va a brotar toda la podredumbre que desde la más temprana adolescencia ha estado atascando las tuberías de su alma: "Los conductos subterráneos se habían roto por la noche; precisamente en uno de los sueños que tuve aparecía papá muy enfadado conmigo, pidiéndome explicaciones de los malos olores que invadían el chalet donde vive ahora; su niño había despertado diciendo "¡caca! ¡caca!"; al fin encontraron un agujero grande junto a la piscina y enseguida papá, a pesar de que no se distingue por su perspicacia, había adivinado que aquel borboteo de porquería que iba enfangando el jardín afluía de mi pozo negro. Tuve otros sueños de tuberías y de cables sin separar, pero no me acuerdo tan bien como de ése" (p. 26).

Acerca de Carmen Martín Gaite 9

Se le acumulaban las piezas del puzzle. Cada vez había más. Águeda Soler tenía cuentas emocionales con su madre, con su exnovio Roque y con su amiga y antes profesora Rosario Tena. En fin, de ese tipo de cuentas emocionales, que eran la raíz del problema de identidad de Águeda, sabía ella bastante también, sobre todo por lo que se refería a su madre, quien, además, como la de Águeda, padecía del corazón. Águeda Luengo, la madre de la protagonista, moría a causa de un aneurisma. Su propia madre tenía lesionadas las válvulas mitral y aorta y en un informe sobre su dolencia que había caído en sus manos en una ocasión el médico de turno había escrito también la palabra "aneurisma". Como consecuencia de todo ello, su madre estaba en esos momentos en lista de espera para una operación a corazón abierto, en la cual le cambiarían las válvulas enfermas por unas prótesis, y ella no podía evitar pensar en el riesgo de aquella intervención y en la sombra de la muerte proyectándose sobre ella. ¿Y si finalmente también su madre moría como la de Águeda? ¿Y si aquél era un espejo premonitorio? En cuanto a la vida sentimental de Águeda Soler, en el momento en que comenzaba el relato, su compañero era Tomás, un hombre todo luz y serenidad, con quien parecía haber encontrado la felicidad que ni su gran amor del pasado ni sus excesos eróticos le habían proporcionado nunca. A Tomás, Águeda lo había conocido una noche en que se le había ido la mano con el alcohol. Él había cuidado de ella, la había acompañado a casa y en ningún momento había intentado aprovecharse de la situación. No sabía si era más escalofriante la sensación de mal augurio respecto a su madre que emanaba del libro o la similitud entre esa "primera cita" de Águeda Soler con Tomás y la que ella misma había tenido con J., porque no es que fueran parecidas, es que eran idénticas. El encuentro con Águeda Soler había sido, pues, desconcertante y extraño para ella; más aún si se pensaba que todo había empezado como un trabajo académico sobre las personalidades desdobladas y los espejos. De pronto, desentrañar el viaje interior de Águeda Soler, a través de sus sueños, sus recuerdos y su continuo desdoblamiento, se convertía también en una aventura en pos de sí misma. Era lógico que sintiese vértigo.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 8

Cogió un cuaderno del cajón donde los guardaba todos. Decidió que fuese aquél porque era el que estaba más vacío. Arrancó las primeras hojas, donde había derramado toda su desazón y su rabia después de una de tantas absurdas disputas con su madre, pero, pese a ello, el contenido de aquellas páginas seguía impregnando el cuaderno. Empezó a tomar notas en él (más bien pocas) a medida que iba leyendo un estudio bastante prescindible sobre la novelística de Carmen Martín Gaite. Después de un rato, lo desechó sin ningún remordimiento. "Ya está bien de leer basura y obviedades", se dijo, y retomó Lo raro es vivir para hacer un vaciado de los fragmentos que le interesaban en relación con el tema de su propio trabajo, la subjetividad literaria. ¿por qué Lo raro es vivir? Recordaba vagamente el argumento y no era la primera novela de la serie. Posiblemente, decidió empezar por ésa porque era la más corta y empezaba a estar un poco ansiosa por ver los resultados de tanta lectura y cavilación. Así que se puso a la faena sin sospechar de qué extraño modo las piezas del puzzle de Águeda Soler iban a ir encajando en su propio rompecabezas. Y es que, a ratos, parecía como si Águeda Soler y ella fuesen la misma persona. Tenía la impresión, mientras leía, de que su vida y la de ella, si bien seguían la mayor parte de las veces rumbos distintos, coincidían en cambio en algunos momentos como si alguien las hubiese calcado una sobre otra. Si se ceñía a las fechas, hacia 1995 Águeda Soler tenía treinta y cinco años. Era, pues, cinco años mayor que ella, que en febrero de ese mismo año había cumplido treinta. Pero los personajes de ficción no envejecen y, en cambio, las personas sí. Por eso, cuando conoció a Águeda Soler, en 1999, a través de las páginas de Lo raro es vivir, ya había cumplido los treinta y cuatro, o sea, que eran prácticamente de la misma edad. Águeda Soler era hija única, como ella. Su abuelo materno se llamaba Basilio, como el de ella, y, en el momento de morir, eran ambos muy ancianos. En su adolescencia y primera juventud, Águeda tocaba la guitarra, cantaba y componía canciones, igual que ella, que había aprendido a tocar un poco la guitarra con quince años y luego había formado parte de dos grupos musicales, en los que empezó haciendo coros para convertirse más tarde en solista ocasional. Águeda era una mujer de Humanidades, si bien de Historia del Arte y no de Literatura, y durante una época de su formación universitaria había sentido fascinación por una joven y brillante profesora que había despertado en ella la pasión por el estudio. También ese sentimiento le pertenecía. Más coincidencias. Águeda llevaba ya unos años siguiéndole la pista a un tal Luis Vidal y Villalba, un viajero catalán que se había visto implicado en las primeras revueltas indígenas de emancipación en Perú, por allá por el siglo XVIII; su intención era escribir una tesis sobre este personaje y su peripecia, a partir de los documentos que tenía a su disposición en el archivo donde desempeñaba su trabajo y de otras fuentes. Entre dichas fuentes, había una que cobraba especial protagonismo en la novela, un artículo, cuyo autor (aunque Martín Gaite no lo citaba) era Miquel Batllori. Ese artículo se lo proporcionaba su amiga Magda, quien a su vez lo había conseguido a través de una tal Emma, profesora en la Universidad de Barcelona. Al leer esto, en seguida pensó en E. M. amiga personal de Carmen Martín Gaite, con la que sentía haber tenido lo que podrían llamarse "encuentros abstractos", pues ejercía en la Facultad de Filología de la UB durante sus años de estudiante y, aunque a ella nunca le había dado clase, sí tenía trato personal con K. A., y recordaba que él la citaba a menudo, siempre con admiración. Volviendo al artículo de Batllori, el texto original estaba en catalán y se titulaba "Lluís Vidal, català extra-vagant". En la novela, Águeda se compraba un diccionario de catalán y se lanzaba a traducirlo con avidez. En fin, aquel artículo, precisamente aquél, lo había traducido ella en 1996, el mismo año en que había salido publicada la novela de Carmen Martín Gaite, para incluirlo en una edición en castellano del libro de Batllori Vuit segles de cultura catalana a Europa que había publicado Círculo de Lectores.

Acerca de Carmen Martín Gaite 7

Releyendo las notas que había tomado en aquel curso de doctorado sobre psicoanálisis aplicado al estudio de los textos medievales, se encontró con la paradoja, que V. C. había subrayado, de que el propio Lacan se dedicó a analizar obras literarias, pese a la imposibilidad teórica de aplicar el psicoanálisis a la interpretación de las mismas, cosa que, al parecer, reconocía. También topó con algo que, de pronto, la hacía vacilar acerca de su propósito en relación con aquello que estaba escribiendo. V. C. siempre decía cosas que, de tan rotundas como sonaban y tan bien argumentadas como estaban, lo dejaban a uno sin capacidad de pensar en otras posibilidades. En aquel curso, por ejemplo, estableció una diferencia neta entre el "acto creativo" y el "acto crítico". "La crítica - decían las notas que había tomado - exige una teoría". Esto lo había sacado V. C. de Gadamer, un filósofo al que citaba a menudo y que, en el contexto de aquellas exposiciones brillantes, ocupaba en su imaginario de discípula entregada más o menos el lugar del Oráculo de Delfos. Forzoso le era confesar, sin embargo, que nunca había leído a Gadamer, pese a que había llegado a comprar un libro suyo por puro mimetismo. Demasiado hermético para quien ya estaba un tanto desanimada ante el trabajo académico. En fin, lo que, según V. C., venía a decir Gadamer era que la función del crítico consistía en preguntarle al texto y para ello debía inscribirse en un sistema teórico. La aplicación de una teoría no era, por lo tanto, un menoscabo del texto; servía para que el texto hablara: si no había teoría, el texto guardaba silencio. Releía aquellas notas y tal afirmación le seguía sonando como la única verdad. ¡Qué curiosa la influencia que ejercían en uno sus maestros más allá de su caída como mitos! Y el caso es que aquella verdad incuestionable se venía abajo vencida por el poder de las casualidades y los signos. No necesitó una teoría. El texto le habló desde un lugar distinto, un lugar inabordable desde la ciencia o la erudición. Le habló a ella personalmente, de un modo que sólo ella podía escuchar y comprender.

Acerca de Carmen Martín Gaite 6



El "estadio del espejo", definido - de ahí su nombre - por el reconocimiento de la propia imagen reflejada en un espejo, sucede en el ser humano entre los seis y los dieciocho meses, edad en la que, junto con una dependencia de la lactancia y una incapacidad motriz que van a ir remitiendo, se da todavía una percepción, por parte del niño, de su propio cuerpo como dividido en trozos. Ese reconocimiento de la propia imagen, y la consecuente "identificación " en sentido psicoanalítico ("la transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen"), no es ni mucho menos inmediata, pasa por una serie de fases sucesivas que poco a poco llevan al niño a separar la imagen de la realidad, tanto en relación consigo mismo como con sus semejantes. Además, el "estadio del espejo" permite al niño establecer una relación entre lo subjetivo y lo objetivo, o sea, entre en Innenwelt y el Umwelt y, en este sentido, es fundamental el hecho de que se produzca esa identificación con una imagen del propio cuerpo como totalidad, pese a que la percepción del mismo sea fragmentada y el esquema corporal no esté aún constituido. Se da ahí una anticipación a la madurez que es estructurante para la identidad del sujeto, pero que también trae consigo una enajenación del sujeto en lo imaginario, dado que la unidad del cuerpo se da como algo exterior y, además, simétricamente inverso; de este modo, el "yo" aparece ligado, en lo imaginario, a la extrañeza (el Umheimlich de Freud). Esa enajenación es, precisamente, la que se despliega en el motivo del doble a lo largo de una tradición cuyo máximo exponente es la literatura fantástica (precisamente la que estudia Todorov). Habría que destacar además un aspecto que el mismo Lacan resalta en su famosa comunicación sobre el "estadio del espejo": "El punto importante - dice - es que esta forma sitúa la instancia del yo, aun desde antes de su determinación social, en una línea de ficción, irreductible para siempre por el individuo solo". Y es que, de pronto, esas palabras de Lacan , ésas en concreto, más que toda su teoría del sujeto, nos llevan directamente a Carmen Martín Gaite y a la "sed de espejo" de la que ella habla, la "sed de ser reflejados de manera inédita por los demás". A partir de ahí brotan ante nuestros ojos todas las ramificaciones del doble en sus novelas: parecidos físicos asombrosos entre padres e hijos, interlocutores soñados o reales, reflejos en armarios de luna, imágenes superpuestas del mismo sujeto en diferentes etapas de su vida, incluso las luchas de Mariana con la Doctora León , en esa clara esquizofrenia que apenas necesita ser interpretada. ¿Cuál es la esencia de esa sed? "A todos, ya lo creo, nos gustaría encontrar ese buen espejo donde no se reflejaran más imágenes que las que se fueran produciendo al ponernos nosotros frente a él, por fragmentarias, incoherentes o indescifrables que fueran. Un espejo que no nos amenazara con estar albergando en el fondo de su azogue previas versiones de nuestro ser, ni siquiera aun cuando fueran más armoniosas y halagüeñas que las que ese momento promueve y estimula. [...] ¿A quién no le ha agobiado alguna vez su propia biografía, quién no ha sentido el deseo de arriar el personaje que la vida le impele a encarnar y con cuyo espantajo irreversible le acorralan los malos espejos, esos ojos que no saben mirar ni leer más que lo ya mirado o leído por otros?" (La búsqueda de interlocutor y otros búsquedas, p. 17). Sí, ¿a quién no le ha pasado eso? En definitiva, es la "sed de que alguien se haga cargo de la propia imagen y la acoja sin someterla a interpretaciones , un terreno virgen para dejar caer muerta la propia imagen, y que reviva en él" (La búsqueda..., p. 17). Necesitamos la mirada ajena, pero no la mirada que no se arriesga y que nos archiva con una etiqueta elaborada a partir de patrones establecidos en los que se esfuerza por hacernos entrar, sino la de "aquellos ojos que se aventuran a mirarnos partiendo de cero, sin leernos por el resumen de nuestro anecdotario personal", esa mirada que, convertida en un "buen espejo", nos liberaría "de la cadena de la representación habitual" y nos otorgaría "esa posibilidad de ser por la que suspiramos" (La búsqueda..., p. 20). Expresar la "sed de ser" como una "sed de espejo" es lo que, dentro de la obra de Carmen Martín Gaite, hace estallar en añicos la identidad. Desdoblarse o fragmentarse viene a ser lo mismo. Y, de pronto, es como si se le hubiera dado la vuelta al calcetín del sujeto lacaniano, ése que se estructura en el "estadio del espejo". Porque no hay un solo espejo y ningún espejo es capaz de reflejar la totalidad de un ser: "no somos un solo ser, sino muchos [...], cada persona que nos ha visto o hablado alguna vez guarda una pieza del rompecabezas que nunca podremos contemplar entero. Mi imagen se desmenuza y se refracta en infinitos reflejos" (El cuarto de atrás, p. 145). Si el espejo lacaniano concedía una identidad objetiva unitaria a lo que subjetivamente se percibía como fragmentario, el espejo de Martín Gaite, hecho añicos, consigue justamente lo contrario y, rizando el rizo, diríamos que logra en la ficción y con la ayuda del otro (el interlocutor, el "buen espejo"), conjurar aquella "alienación del yo". Porque también ella, como Lacan y seguramente por casualidad (no tiene sentido buscar aquí citas implícitas), considera que nada puede el individuo solo: "A lo que más apego se tiene - dice la autora - es a uno mismo, pero los esforzados y solitarios buceos por el interior de ese habitáculo, mitad orden mitad caos, que constituye el propio ser acaban resultando insuficientes, por mucha querencia que nos vincule a tal recinto. Incluso para la gente - cada día más escasa, por cierto - capaz de aguantarse a sí misma y de resistir a pie quieto en la morada personal, los pasillos y recodos miles de veces explorados, palpados y recorridos a solas se convierten al cabo en laberinto. Y el propio yo viene a verse con una especie de telón despintado y engañoso que solamente una mirada ajena podría hacer creíble y reivindicar" (La búsqueda..., p. 18). Da la sensación de que ahí está todo, la sensación de que desde ahí se comprende la obra de Martín Gaite, sobre todo la más reciente.

Acerca de Carmen Martín Gaite 5

Si se ponía, por un momento, "científica y erudita", tenía que irse por esa rama (a la que Carmen, seguro, había trepado; daba igual que no lo mencionase). Irse por esa rama y recoger en ella, para "aderezar el guiso" (otra de sus frases), los frutos de las reflexiones de Lacan. Seguían sonando los ecos. No era, claro, la primera que paseaba por esas alturas, Leyendo bibliografía sobre la autora salmantina se había tropezado con más de un artículo que relacionaba los espejos de Martín Gaite con los del exegeta de Freud. De hecho, era una asociación de ideas que salía sola y no aspiraba a sorprender a nadie repitiéndola. Tenía la certeza, además, de que Carmen debía de sonreírse cuando los neófitos se lanzaban a escribir sobre ella con grandes pretensiones para acabar descubriendo la sopa de ajo. De todos modos, tenía que pensar en Lacan, porque Lacan no era sólo una fuente bibliográfica o un pedazo de saber. Lacan era una huella. Buscar pistas por ese lado y seguir esos ecos suponía para ella algo más que una tarea de interpretación y crítica literaria; era un reencuentro, con el propio Lacan, por un lado, y con una parte de su historia personal, por otro. No se trataba sólo de que existieran coincidencias entre lo que uno decía desde la psicología y lo que la otra decía desde su literatura; se trataba también de que a ella le resonaba todo aquello de manera particular. Para ella, Lacan era aquel curso de doctorado que dio V. C. cuando aún estaba en la Universidad Central de Barcelona, al que asistió de oyente, simplemente porque lo daba ella, que era entonces (¡mira tú lo que son las cosas!) "su espejo", la mirada en la que esperaba verse reflejada como discípula predilecta y aventajada, cuya aprobación necesitaba para existir en aquel mundo de fieras, y el modelo de lo que aspiraba a ser en el futuro, cuando hubiese terminado la tesis y hubiese conseguido una plaza de profesora en la universidad. Lo primero sucedió; lo segundo ya no sucedería jamás. ¡Y qué más daba! Entonces ella quería ser como su maestra; en su maestra se miraba para aprender el aplomo, el saber y la elegancia. V. C. daba las mejores clases de la facultad (al menos hasta donde ella conocía), tenía un atractivo al que casi nadie podía resistirse y era una especie de diosa. Tal vez por eso tenía también muchos enemigos. Pero la suerte le sonreía, era independiente, segura de sí misma y hacía siempre lo que le daba la gana, cosa no muy bien vista en el ambiente universitario, donde todo se basaba en favores debidos mutuamente y en deudas que, más pronto o más tarde, acababan cobrándose. V. C. era para ella el símbolo de la libertad y de la integridad. Quería ser así, ejercer esa fascinación en sus alumnos, cuando los tuviera, y ser la mejor, como lo era su maestra. Claro que V. C. poseía cosas de las que ella estaba desprovista de entrada; sobre todo poseía una infancia muy distinta a la suya, porque era hija de un poeta reconocido, había frecuentado a artistas y gente de la elite intelectual desde niña, había crecido en un ambiente burgués y exquisito, había estudiado en el Colegio Alemán, había sido discípula directa de M. de R. y estaba casada con otra de las grandes figuras del mundo universitario, un granadino muy particular y un poco histriónico, catedrático de Historia Medieval en la Autónoma, dotado a su vez de un carisma incuestionable. Eran la pareja perfecta, envidiados (no siempre de una forma muy sana) y admirados por todos, modernos, inteligentes, cultos, originales, siempre bien vestidos y a la última. En fin, realmente como de otro planeta. Pasó mucho tiempo antes de que empezara a desmitificarlos. Así que tirando del hilo de Lacan había recuperado aquel sentimiento de admiración que tantó marcó una parte de su vida. Si seguía tirando un poco más, recuperaba también a sus dos mejores amigos de la facultad, E. V. y K. A. Fue sobre todo K. A. quien le hizo apreciar los logros del psicoanálisis y le despertó, a raíz también de aquel curso de doctorado al que asistieron juntos, el respeto por Freud y Lacan. Un par de años más tarde, le regaló un libro titulado precisamente Una temporada con Lacan, de un tal Pierre Rey. El autor, que había seguido un tratamiento psicoanalítico durante diez años con Lacan en persona, narraba en el libro esa experiencia. Su amigo creía firmemente en las virtudes del psicoanálisis y como, por aquel entonces, llegaron a estar muy unidos, acabó por hablarle de sus propias sesiones con un analista. Aquella intimidad que tuvieron durante un tiempo lleno de sobresaltos, tanto para él como para ella, acabó como el Rosario de la Aurora, pero fue muy hermosa. Con el libro de Pierre Rey en la mano, releía la dedicatoria, que decía: "Que conste que no es con intención de hacer proselitismo. Simplemente creo que, como lo ha sido para mí, será para ti toda una experiencia". La verdad era que no había valorado mucho el libro al leerlo en su momento. Le había parecido incluso aburrido y no había vuelto ni siquiera a hojearlo. Pero se le quedó dentro aquel respeto por Lacan y algo de fe en su trabajo. Por eso, cuando, leyendo bibliografía secundaria sobre Carmen Martín Gaite, tropezaba con alusiones al "estadio del espejo", en vez de arrugar el ceño y sentir dentera, se detenía a considerarlo y sentía que las piezas encajaban. Curiosamente, había sido también K. A. quien le había sugerido que se olvidara de la novela sentimental del siglo XV, a la que ella estaba empeñada en dedicar sus esfuerzos investigadores, y se adentrase en el mundo de Carmen Martín Gaite.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 4


"Los malos espejos" era el título de un artículo que Carmen Martín Gaite había publicado en Triunfo, en 1972, pero ella tenía siete años entonces y desconocía la existencia de Carmen. Lo leyó mucho más tarde, dentro del volumen La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas. En "Los malos espejos" Martín Gaite reflexionaba a partir de una experiencia lectora pretérita: las novelas rosa de su infancia. En esa afición de la escritora se vio también reflejada de algún modo. Ella no había leído novelas rosa de pequeña, pero sí recordaba haber pasado muchas tardes de verano escuchando seriales rediofónicos, en esos días un tanto imprecisos que transcurrían entre que acababa el colegio en junio y se iban a Galicia en agosto. El espacio de aquellas audiciones era la habitación de invitados del piso de la calle Monte, que luego se convirtió, por un tiempo, en su estudio y, finalmente, pasó a ser una salita. Era entonces una habitación alargada. Seguía siéndolo, de hecho, pero ya no se lo parecía tanto. Su mobiliario consistía en un cama pegada a la pared, con una mesita de noche al lado de la cabecera; en tiempos, allí había habido también un armario, que luego sus padres trasladaron a su propio dormitorio; en el espacio que había dejado libre el armario habían colocado una librería con secreter, desechada por la prima Magdalena cuando las reformas de la casa de la Avenida de la Electricidad y heredada por ella; con la instalación de aquel mueble (que, al cabo de los años, fue sustituido por otro similar, pero más moderno) había nacido "su biblioteca", compuesta al principio de cuentos ilustrados, clásicos juveniles y libros del colegio. La cama no llegaba a ser doble, pero en ella cabían dos personas perfectamente; los pies y la cabecera eran altos, de madera oscura y de un estilo clásico, recio y barato; si la memoria no le fallaba, estaban decorados, pies y cabecera, por unas molduras afiligranadas. Aquella cama se hallaba siempre cubierta por una colcha roja y blanca que imitaba damascos en el estampado, de tela gruesa y con los dibujos bordados. Ésa había sido la habitación de su primo Suso durante el tiempo en que vivió con ellos, en dos etapas distintas; también la había ocupado su tío Manuel al volver de Venezuela. En general, siempre que los parientes del pueblo visitaban Barcelona dormían allí. Cuando no había invitados, aquélla era la habitación donde su madre planchaba y donde las dos se echaban la siesta en verano escuchando la radio. La única ventana de aquel cuarto quedaba frente a la cabecera de la cama, en la pared lateral. Daba a un patio dividido en dos zonas. La primera pertenecía a un taller mecánico de "planchistería y pintura", que siempre fue un suplicio de ruido y olores fuertes. Ese recinto correspondiente al taller quedaba separado, por un muro de ladrillos, de unas barracas que albergaban una vaquería y entre las cuales crecía una enorme higuera. La luz entraba generosa por aquella ventana. Mamá bajaba la persiana y la separaba un poco hacia fuera, apoyándola sobre el tendedero, para evitar el sol y permitir que entrase el aire. A la hora de la siesta, descansaban también los mecánicos y por el patio sólo se oía el sonido de las distintas emisoras. Ellas dos se tumbaban en la cama y conectaban también el aparato de radio para escuchar aquellos seriales cuya autoría venía atribuida a guionistas de sonoro nombre, como Guillermo Sautier Casaseca, el único del que, en realidad, se acordaba. Tampoco recordaba casi ningún título. Sólo dos le venían a la mente, Lucecita y Esmeralda. El segundo, por cierto, lo había visto no hacía mucho por televisión, en una versión venezolana y, por tanto, culebronesca. En fin, al igual que en las novelas rosa que leía Carmen Martín Gaite en su infancia, el momento más emocionante de aquellas historias era siempre el del encuentro de los dos seres que estaban destinados a amarse contra viento y marea, pero tal encuentro se hallaba a menudo enmarcado en el fingimiento por parte de alguno de ellos de una identidad ficticia que lo liberaba de su auténtica biografía. En el encuentro, decía Martín Gaite en su artículo, quedaba representada la esperanza "de que un ser pueda ser conocido y abarcado por otro con quien se enfrenta por primera vez"; esa esperanza, sin embargo, quedaba luego defraudada: "Yo siempre cerraba aquellos libros - decía Carmen -, a los que tan ávidamente me había asomado, con la certeza de que, a despecho de las caricias de aquellos jóvenes, algo les había impedido ser ellos mismos, relacionarse de un modo autónomo y original, y pensaba que si yo no había logrado conocerlos - es decir, diferenciar en algo a aquella María Victoria y a aquel Raúl de la Esmeralda y el Jorge de la otra novela - era porque ni uno ni otro habían sabido darse nada de lo que prometían y pedían sus miradas primeras, o, dicho con otras palabras, porque tampoco ellos se habían conocido en absoluto, por mucho velo blanco y flor de azahar que cerrara el relato" (La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, p. 13). La decepción, sin embargo, no anulaba lo que daba auténtico valor a aquellos encuentros, y que no era sino el anhelo, representado paradójicamente en el disfraz, de ser otros para ser ellos, de que alguien les mirara sin saber de su circunstancia y les devolviera el reflejo de su auténtica identidad, el anhelo de "ser queridos por sí mismos", de ser apreciados por lo que eran, pese a que no tuvieran certeza alguna del sentido exacto de esa identidad auténtica que reclamaban; porque precisamente lo que el personaje que se enmascaraba, en sentido biográfico, estaba buscando era la revelación de esa misma identidad, "la buscaban en los ojos del otro, pedían un buen espejo que se la hiciera conocer" (La búsqueda..., p. 16).

Acerca de Carmen Martín Gaite 3

Todos los personajes de Martín Gaite se desdoblan o se reflejan y, además, lo hacen fragmentariamente, como fragmentaria es la subjetividad del ser humano y su memoria. La valoración del desorden, esa literatura que quiere ser "un desafío a la lógica... no un refugio contra la incertidumbre", ese "perder el hilo" al que el hombre de negro no cesa de invitarla en todo lo que dura su diálogo con ella en El cuarto de atrás, ese construir la propia identidad en la simultaneidad de añicos de espejo que contienen nuestro reflejo en tiempos distintos y hasta distantes y, en suma, la propia búsqueda de interlocutor son las variaciones de un mismo tema, de una misma obsesión. Aquí podríamos hacer un poco de historia para contextualizar. El doble, en efecto, aparece en la literatura en época muy arcaica, está presente ya en los mitos y leyendas de las sociedades y culturas primitivas, y no sólo son multitud los novelistas, cineastas, pintores y artistas, en general, que han planteado alguna vez la cuestión de la identidad a través del motivo del doble, con todas sus implicaciones y ramificaciones, sino que también desde la filosofía, la psicología y la psiquiatría, el desdoblamiento ha sido un tema largamente analizado, en el contexto de las investigaciones sobre la personalidad y el aparato psíquico; en este sentido, la obra de ciertos pensadores ha sido crucial en el devenir de la cultura occidental a partir del siglo XIX; hablamos, claro está, de Freud, Lacan y Jung. Pero no se trata de buscar una correspondencia término a término entre las novelas de Carmen Martín Gaite y lo que estos y otros autores postulan; no se trata de justificar ni de refrendar las decisiones estilísticas, narrativas y temáticas de la escritora a través de una especie de argumento de autoridad, ni de hacer un inventario de situaciones o tipos que nos lleve a una disección de su obra narrativa desde la perspectiva del doble. Eso es algo que resulta superfluo, porque ya ella, antes que cualquiera de sus estudiosos y sus críticos, accedió a ese saber y lo integró en su labor creativa sin pretender nunca camuflarlo demasiado. Martín Gaite es una escritora universitaria, intelectual, de vasta cultura, y todo lo que podamos decir en relación con el pensamiento que ha marcado la psicología moderna, ella ya lo sabe y no es posible suponerle al respecto una ingenuidad total. Conoce la teoría y sus limitaciones y mantiene una postura crítica frente a ella. En Nubosidad variable, por ejemplo, utiliza deliberadamente, para construir el personaje de Mariana León, los patrones del desdoblamiento freudiano, que se despliegan no sólo a través del autoanálisis al que se somete el personaje, sino también, singularmente, por medio de la intertextualidad con la obra de R. L. Stevenson, Doctor Jekyll y Mr. Hyde; todo ello le sirve para plantear que tal vez no sea ése el mejor camino si se quiere llegar al conocimiento de la propia identidad. Pero eso no significa que las piezas del puzzle (la imagen es suya) no vayan encajando de algún modo y que no haya ecos resonando por todas partes. ¿Acaso no es ella misma quien establece la analogía entre el "cuarto de atrás" de su infancia en Salamanca y ese espacio que con sumo acierto literario denomina el "desván del cerebro", para en seguida describirlo como "una especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que sólo se descorre de vez en cuando", y afirmar luego que "los recuerdos que pueden darnos alguna sorpresa viven agazapados en el cuarto de atrás, siempre salen de allí, y sólo cuando quieren, no sirve hostigarlos" (El cuarto de atrás, pp. 80-81)? ¿Acaso no ha leído a Todorov, que "habla de los desdoblamientos de personalidad, de la ruptura de límites entre tiempo y espacio, de la ambigüedad y la incertidumbre" (El cuarto de atrás, p. 19)? ¿Y no escribe acaso, conforme a su promesa, como por arte de magia, sin haberse sentado siquiera ante el folio en blanco y la máquina de escribir, simplemente conversando con su misterioso visitante, una novela fantástica, en la que nunca llegan a delimitarse las fronteras entre la ficción y la realidad y una de cuyas claves es el motivo del sueño? En última instancia, Carmen Martín Gaite confía sobre todo en la palabra, en la memoria y en los "buenos espejos", al tiempo que previene contra los malos.

Acerca de Carmen Martín Gaite 2

Aquel trabajo sobre la subjetividad literaria en Carmen Martín Gaite se mezclaba aquellos días con su otra búsqueda: el teatro. A Carmen le había tentado también, en su juventud, la idea de ser actriz, por una razón que ella entendía y que también era la suya: "De mayor quería ser actriz - decía la escritora en El cuarto de atrás -, quería desdoblarme en cientos de vidas". Sí, desdoblarse en cientos de vidas, vivirlas todas, no sólo la que le había tocado en suerte. Ése era el quid de la cuestión. Y, en ese preciso punto, va y enciende la televisión y sorprende una entrevista más bien intrascendente que le están haciendo en ese momento a Emma Vilarasau, una actriz a la que ha visto tan sólo en series de TV3 haciendo de mala o de loca y que nunca antes le ha llamado especialmente la atención. Le preguntan algo en relación con las escenas de amor en el cine y en la televisión, una pregunta que busca el morbo y no otra cosa. Ella, muy inteligentemente, lleva la cuestión a su terreno y define de manera inmejorable lo que sin duda es el auténtico "veneno del teatro". ¿Qué vino a decir más o menos? Sí, que el trabajo de un actor, si se hacía con honestidad, siempre le implicaba a nivel personal, porque se daba la paradoja de que lo que uno interpretaba frente a un público "no es verdad, porque no eres tú, pero es verdad porque te está pasando". Ahí estaba. Ése era el desdoblamiento que un actor anhelaba y al mismo tiempo temía, porque el doble reviste siempre los rasgos de lo que Freud denomina Umheimlich, "lo siniestro", según traducen normalmente los entendidos, pero sobre todo lo que es familiar y al mismo tiempo extraño, lo que está dentro de uno y uno no conoce; cuando te ves confrontado con ello, tienes una sensación de extrañeza que no pocas veces desemboca en el miedo, pero al mismo tiempo te sientes como si te hallaras dentro de un campo magnético de poderosa fuerza: la atracción del abismo, tu propio abismo. Ella había descubierto precisamente eso con Judith Keith, la mujer judía de Brecht; buceaba en sí misma para encontrar a Judith y cada vez estaba más aterrada, pero no podía no ir hacia ella, la necesitaba para encontrarse con su Umheimlich, para "quitarse una alimaña", como decía Cortázar, quien, al parecer, expresaba así el sentimiento que le invadía cuando terminaba un cuento. "Quitarse una alimaña". ¿Era exacta la cita y su atribución a Cortázar? Realmente, no podía afirmarlo. Su metódica mente se inquietaba ante la imprecisa solvencia de la fuente. La frase se la había oído decir infinidad de veces a Karina en las clases de teatro; era su modo de hacerles entender la importancia de ser sincero a la hora de prestarle a un personaje las propias emociones para que el personaje viviera y respirara; quería que entendieran que eso, precisamente, no era un sacrificio, sino una liberación. Y ella, que era un poco como Santo Tomás, había hecho un acto de fe impropio de su carácter, pero, sin duda, necesario.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 1


Llevaba leído tanto ya acerca de la subjetividad fuera y dentro de la literatura, tanto acerca de Carmen Martín Gaite y tanto escrito por ella, que tal vez no necesitase leer más. Pero seguía acumulando bibliografía, posiblemente para aplazar el momento de ponerse a escribir. De pronto, ya no creía que el rigor científico fuese siempre lo mejor. El método lo había aprendido bien mientras preparaba su doctorado, pero, de repente, trabajar así la aburría. Y si ella se aburría, ¿a quién iba a interesar? Carmen le había despertado esa duda acerca de lo que se suponía que debía ser un trabajo de investigación; le estaba enseñando que en todo lo que uno emprende, incluso en una tarea intelectual, tenía que haber un compromiso más allá del rigor científico.

Al fin y al cabo, ¿cuál era el objeto de tanto empeño? No se trataba de descubrir la vacuna contra el sida o de fabricar algo que funcionase, ni de construir un puente o de encontrar el modo de hacer posible lo que una fórmula matemática permitía concebir sólo virtualmente. No, se trataba de literatura, de pensamiento humano, de historias y emociones humanas. ¿Qué sentido tenía ser un estudioso en ese campo si cada confrontación con la obra de un autor no transformaba de algún modo al investigador? ¿Qué sentido tenía desvelar todas las claves de tal o cual universo narrativo si eso, en realidad, desde un punto de vista práctico, no era ni mucho menos imprescindible para la vida de nadie? Los eruditos de la literatura y el arte eran expertos en lo superfluo. Resultaba incluso dudosa, a veces, su función social. Por eso se hizo la siguiente pregunta: si leer y entender a Carmen Martín Gaite, si descubrir cómo se desplegaba todo el tejido de la subjetividad de sus personajes no la cambiaba a ella, no era una experiencia para ella, ¿qué sentido tenía que se dedicase a llenar más páginas que, a la postre, no serían más que otra aportación al fárrago de la bibliografía secundaria, ésa con la que aquéllos que nutrían su carrera a expensas de la creatividad de otros justificaban su presencia en el mundo intelectual?

Tal vez era una señal el hecho de que, al tiempo que se preguntaba aquellas cosas, le saliera al paso el hombre de negro recriminando a Carmen por ponerle un título tan árido y poco sugerente como Usos amorosos de la postguerra a un libro que en ese momento era tan sólo un proyecto que rondaba por la cabeza de la escritora; ese título, le decía, “tiene resonancias de sus investigaciones históricas. Con ese título ya la veo volviéndose a meter en hemerotecas, empeñándose en agotar los temas, en dejarlo todo claro. Saldría un trabajo correcto, pero plagado de piedrecitas blancas, ellas sustituirían las huellas de su paso.” (El cuarto de atrás, p. 170). Y sentía como si se lo dijera a ella, como si ella fuese Carmen. Así que, de pronto, sin muchas teorías de por medio, emergía como un surtidor la función especular de la literatura y ella se convertía en el “lector implícito” que actualizaba el sentido de la obra, en la prueba veraz y viviente de todo cuanto habían intentado demostrar Jauss, Iser y los teóricos de la recepción. Se trataba, pues, de dejar las huellas de su paso. Si no dejaba las huellas de su paso, ¿para qué hacer el esfuerzo? Tal vez debería simplemente contarlo como Carmen siempre decía que había que hacer, contárselo a sí misma para luego poder contárselo a otros, a ese interlocutor que estaba buscando, aunque no lo supiera, cualquiera que tuviese alguna historia que compartir.


Las huellas de mi paso


Hace años, me dediqué, durante unos meses, a estudiar la obra de Carmen Martín Gaite. Esos meses de trabajo dieron como fruto un ensayo sobre la subjetividad en las novelas de esta autora que jamás se publicó. Mientras lo redactaba, iba escribiendo, al margen del trabajo académico, páginas que hablaban de todo lo que en mí despertaba la lectura de sus textos y la reflexión sobre ellos. Al volver a encontrar esos fragmentos marginales y releerlos, pensé en experimentar un poco con una forma de análisis literario que no tuviese nada que ver con el rigor científico, que se saltase las normas de cualquier método serio de investigación, que tomase como terreno propio el de las fronteras entre la tarea analítica y la autobiografía y que, por tanto, fuese rigurosamente subjetivo. De ahí surgió la idea de este blog. Los fragmentos que aquí incluyo no tienen, insisto, ninguna pretensión científica, a pesar de que están llenos de citas y referencias más o menos eruditas. Tampoco se caracterizan precisamente por su orden. Leer a un determinado autor puede acabar convirtiéndose en una experiencia vital y no sólo intelectual. Es lo que pretendo mostrar. Tomadlo como algo que, partiendo de un estudio académico, invadió espacios personales y dio lugar a una nueva ficción.