martes, 24 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 12

Los tiempos se superponían. La muerte de la madre de Águeda Soler parecía una premonición, pero no lo fue. En cambio, aquellas reflexiones en torno al miedo generacional al compromiso, que inicialmente no le hicieron pensar en nuevos reflejos, sí tuvieron algo de profético. Hacia 2007 releyó aquellas notas para su trabajo sobre la subjetividad literaria en Carmen Martín Gaite que había tomado en torno a 1999. Entonces no había sido madre todavía y era feliz en su vida de pareja. J. y ella representaban bastante bien aquel prototipo de jóvenes treintañeros que se niegan a aceptar el paso de los años y buscan incansablemente vivir de otra manera, ser distintos a todo lo que ven a su alrededor. Y sin embargo, aunque eran evidentes, no había sido capaz de percibir las semejanzas de todo eso con lo que se contaba en la novela, como sí, en cambio, viera tantísimas otras coincidencias entre su persona y el personaje de Águeda Soler. Ellos vivían entregados a sus inquietudes personales. Él estudiaba su carrera. Ella se dedicaba al teatro. Viajaban siempre que tenían oportunidad, huyendo como de la peste de los viajes organizados y los circuitos turísticos; siempre con la mochila a cuestas y la incertidumbre de dónde dormirían al día siguiente; siempre buscando destinos que les permitiesen saborear la aventura: India, México, Australia. Durante tres años fueron realmente muy diferentes a toda aquella gente de su edad que, habiendo renunciado ya a ciertas fantasías, empezaba a dar el paso hacia la hipoteca y los hijos. Gente que muchas veces intentaba llevarlos a su terreno, tal vez por aquello de "mal de muchos...". Les decían que debían pensar ya en casarse y en formar una familia. Pero ellos se sentían orgullosos de no entrar en ese molde y miraban con cierto desprecio a los que habían claudicado. En algún momento, esa arrogancia los llevó al desastre. Y fue precisamente cuando ella se quedó embarazada. Así que, al releer, ocho años más tarde, aquello que había escrito acerca de Águeda Soler y su generación, se daba cuenta de que aparecían nuevas coincidencias y paralelismos que la equiparaban con la protagonista de Lo raro es vivir. Su hijo había nacido porque ella lo había deseado y también porque había deseado tenerlo precisamente con J. , ya que él era, entonces, la única persona con la que podía sentirse "diferente", eternamente joven y rebelde. Aunque, en ese punto, había una gran diferencia entre las dos, pues Águeda sentía aversión por la maternidad y ella había deseado ser madre, de algún modo, aquella discrepancia se explicaba porque Águeda estaba, por así decirlo, en una fase distinta del proceso: una fase en la que todavía le quedaba mucho trabajo interior por hacer antes de poder ser realmente feliz con Tomás. O tal vez sería mejor decir que el proceso en ambas no seguía el mismo orden. Ella, que no había vivido ese tipo de crisis personales cuando estaba con J. , no era consciente entonces de que le faltase nada. Se sentía, o eso le parecía, como Águeda al final de la novela, cuando decide por fin tener un hijo con Tomás. Pero era como si los caminos de ambas se hubiesen invertido. Un reflejo invertido, sí. Águeda "bajaba al bosque" y salía de él preparada para formar una familia con Tomás. Ella había formado una familia con J. y, después, al encontrarse sola, se había dado cuenta de que tenía pendiente su "bajada al bosque". Así que, de pronto, en ese giro de la vida, la literatura volvía a ser espejo y aparecían nuevos ecos que no habían resonado antes. Resonaba aquel agobio ante la imagen de "madre con niño en su regazo", resonaba aquella preferencia por la evitación y, sobre todo, resonaba aquel andar poniendo barreras a los lazos emocionales y al compromiso, barreras nacidas de un miedo inconcreto y difuso.

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