martes, 24 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 13

No cabe duda de que, pese a todo, el rechazo a la maternidad, en el caso de Águeda Soler, está en relación directa con su propia madre. La raíz de todo su malestar hay que buscarla en la pérdida del paraíso de una infancia en absoluta comunión con su madre, cuyo símbolo es el autorretrato azul que ésta le regaló cuando cumplió ocho años y que para la protagonista es su posesión más preciada y a la vez más dolorosa. Entre el momento que inspiró el cuadro, el desmayo de Águeda Luengo, embarazada de un segundo hijo que no llegó a nacer, en una escalera de una calle de Tánger, cuando sólo la acompañaba su niña de siete años, y el deterioro posterior de la relación entre madre e hija, hay una zona oscura que Águeda Soler no ha llegado nunca a comprender y que ha determinado su desorientación y su desconcierto ante la vida y ante sí misma: "Tenía la cabeza apoyada contra aquella barandilla y la cara muy fría. Las manos también. No sabía qué hacer, pero estaba segura de que si me echaba a llorar todo estaba perdido, porque ella me había dicho muchas veces que en los momentos de verdadero peligro lo peor es llorar, y además lo sabía por los cuentos. También sabía que no podía apartarme de allí porque la estaba protegiendo, que mi sitio era ése, nunca en mi vida he vuelto a saber con tanta certeza que estoy donde tengo que estar como aquel atardecer en Tánger junto a mi madre desmayada que sólo podía depender de mí, de mi fe en la suerte" (p. 169). Esa zona oscura, ese "foso que nos separa, y no sé desde cuándo" (p. 186), como le dice Águeda a su madre en una carta que no llega a enviarle, es el foso de la incomunicación, la que surge de tantas diferencias como hay entre ellas, nunca discutidas y nunca afrontadas: "papá ya hace ocho años que nos dejó solas y enfrentadas en nuestras diferencias, agua pasada, sí. Quisiera, aunque no sea capaz de pedírtelo, buscar contigo los puntos de contacto que puedan existir a pesar de nuestras diferencias, que me ayudases a aceptarlas, es cuando las olvidas o cuando pretendes anularlas cuando se ahonda el foso que nos separa, y no sé desde cuándo. Qusiera saber también en qué te he defraudado..." (p. 186). De este fragmento, habría que destacar dos cosas: la necesidad de Águeda de aceptarse en sus diferencias respecto a su madre y la sensación que tiene de haberla defraudado, porque van unidas. Águeda reprocha muchas cosas a su madre muerta, sobre todo lo que ella siente como indiferencia, desapego y censura callada. "Me gustaba presumir ante mis amigos - dice - de madre no empachosa ni fiscalizadora, pero nada ansiaba tanto como sus preguntas" (p. 162) y, se podría añadir, también sus broncas. Le duele ese distanciamiento y le duele también el rechazo de su madre a dejarse conocer y entender: "Que en mi madre no había una persona sino varias, lo sabía hacía mucho, y aunque no las conociera a todas, intuía que ninguna de ellas estaba dispuesta a dejarse vampirizar por amores exclusivos, éramos de la misma raza" (pp. 209-210). A través de las angustiosas imágenes de "madre con niño", Águeda Soler no sólo proyecta su miedo a ser madre y a sentirse atrapada en ese rol, sino que también se refleja como hija en un "regazo hostil y ausente".

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