domingo, 22 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 5

Si se ponía, por un momento, "científica y erudita", tenía que irse por esa rama (a la que Carmen, seguro, había trepado; daba igual que no lo mencionase). Irse por esa rama y recoger en ella, para "aderezar el guiso" (otra de sus frases), los frutos de las reflexiones de Lacan. Seguían sonando los ecos. No era, claro, la primera que paseaba por esas alturas, Leyendo bibliografía sobre la autora salmantina se había tropezado con más de un artículo que relacionaba los espejos de Martín Gaite con los del exegeta de Freud. De hecho, era una asociación de ideas que salía sola y no aspiraba a sorprender a nadie repitiéndola. Tenía la certeza, además, de que Carmen debía de sonreírse cuando los neófitos se lanzaban a escribir sobre ella con grandes pretensiones para acabar descubriendo la sopa de ajo. De todos modos, tenía que pensar en Lacan, porque Lacan no era sólo una fuente bibliográfica o un pedazo de saber. Lacan era una huella. Buscar pistas por ese lado y seguir esos ecos suponía para ella algo más que una tarea de interpretación y crítica literaria; era un reencuentro, con el propio Lacan, por un lado, y con una parte de su historia personal, por otro. No se trataba sólo de que existieran coincidencias entre lo que uno decía desde la psicología y lo que la otra decía desde su literatura; se trataba también de que a ella le resonaba todo aquello de manera particular. Para ella, Lacan era aquel curso de doctorado que dio V. C. cuando aún estaba en la Universidad Central de Barcelona, al que asistió de oyente, simplemente porque lo daba ella, que era entonces (¡mira tú lo que son las cosas!) "su espejo", la mirada en la que esperaba verse reflejada como discípula predilecta y aventajada, cuya aprobación necesitaba para existir en aquel mundo de fieras, y el modelo de lo que aspiraba a ser en el futuro, cuando hubiese terminado la tesis y hubiese conseguido una plaza de profesora en la universidad. Lo primero sucedió; lo segundo ya no sucedería jamás. ¡Y qué más daba! Entonces ella quería ser como su maestra; en su maestra se miraba para aprender el aplomo, el saber y la elegancia. V. C. daba las mejores clases de la facultad (al menos hasta donde ella conocía), tenía un atractivo al que casi nadie podía resistirse y era una especie de diosa. Tal vez por eso tenía también muchos enemigos. Pero la suerte le sonreía, era independiente, segura de sí misma y hacía siempre lo que le daba la gana, cosa no muy bien vista en el ambiente universitario, donde todo se basaba en favores debidos mutuamente y en deudas que, más pronto o más tarde, acababan cobrándose. V. C. era para ella el símbolo de la libertad y de la integridad. Quería ser así, ejercer esa fascinación en sus alumnos, cuando los tuviera, y ser la mejor, como lo era su maestra. Claro que V. C. poseía cosas de las que ella estaba desprovista de entrada; sobre todo poseía una infancia muy distinta a la suya, porque era hija de un poeta reconocido, había frecuentado a artistas y gente de la elite intelectual desde niña, había crecido en un ambiente burgués y exquisito, había estudiado en el Colegio Alemán, había sido discípula directa de M. de R. y estaba casada con otra de las grandes figuras del mundo universitario, un granadino muy particular y un poco histriónico, catedrático de Historia Medieval en la Autónoma, dotado a su vez de un carisma incuestionable. Eran la pareja perfecta, envidiados (no siempre de una forma muy sana) y admirados por todos, modernos, inteligentes, cultos, originales, siempre bien vestidos y a la última. En fin, realmente como de otro planeta. Pasó mucho tiempo antes de que empezara a desmitificarlos. Así que tirando del hilo de Lacan había recuperado aquel sentimiento de admiración que tantó marcó una parte de su vida. Si seguía tirando un poco más, recuperaba también a sus dos mejores amigos de la facultad, E. V. y K. A. Fue sobre todo K. A. quien le hizo apreciar los logros del psicoanálisis y le despertó, a raíz también de aquel curso de doctorado al que asistieron juntos, el respeto por Freud y Lacan. Un par de años más tarde, le regaló un libro titulado precisamente Una temporada con Lacan, de un tal Pierre Rey. El autor, que había seguido un tratamiento psicoanalítico durante diez años con Lacan en persona, narraba en el libro esa experiencia. Su amigo creía firmemente en las virtudes del psicoanálisis y como, por aquel entonces, llegaron a estar muy unidos, acabó por hablarle de sus propias sesiones con un analista. Aquella intimidad que tuvieron durante un tiempo lleno de sobresaltos, tanto para él como para ella, acabó como el Rosario de la Aurora, pero fue muy hermosa. Con el libro de Pierre Rey en la mano, releía la dedicatoria, que decía: "Que conste que no es con intención de hacer proselitismo. Simplemente creo que, como lo ha sido para mí, será para ti toda una experiencia". La verdad era que no había valorado mucho el libro al leerlo en su momento. Le había parecido incluso aburrido y no había vuelto ni siquiera a hojearlo. Pero se le quedó dentro aquel respeto por Lacan y algo de fe en su trabajo. Por eso, cuando, leyendo bibliografía secundaria sobre Carmen Martín Gaite, tropezaba con alusiones al "estadio del espejo", en vez de arrugar el ceño y sentir dentera, se detenía a considerarlo y sentía que las piezas encajaban. Curiosamente, había sido también K. A. quien le había sugerido que se olvidara de la novela sentimental del siglo XV, a la que ella estaba empeñada en dedicar sus esfuerzos investigadores, y se adentrase en el mundo de Carmen Martín Gaite.

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