sábado, 21 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 4


"Los malos espejos" era el título de un artículo que Carmen Martín Gaite había publicado en Triunfo, en 1972, pero ella tenía siete años entonces y desconocía la existencia de Carmen. Lo leyó mucho más tarde, dentro del volumen La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas. En "Los malos espejos" Martín Gaite reflexionaba a partir de una experiencia lectora pretérita: las novelas rosa de su infancia. En esa afición de la escritora se vio también reflejada de algún modo. Ella no había leído novelas rosa de pequeña, pero sí recordaba haber pasado muchas tardes de verano escuchando seriales rediofónicos, en esos días un tanto imprecisos que transcurrían entre que acababa el colegio en junio y se iban a Galicia en agosto. El espacio de aquellas audiciones era la habitación de invitados del piso de la calle Monte, que luego se convirtió, por un tiempo, en su estudio y, finalmente, pasó a ser una salita. Era entonces una habitación alargada. Seguía siéndolo, de hecho, pero ya no se lo parecía tanto. Su mobiliario consistía en un cama pegada a la pared, con una mesita de noche al lado de la cabecera; en tiempos, allí había habido también un armario, que luego sus padres trasladaron a su propio dormitorio; en el espacio que había dejado libre el armario habían colocado una librería con secreter, desechada por la prima Magdalena cuando las reformas de la casa de la Avenida de la Electricidad y heredada por ella; con la instalación de aquel mueble (que, al cabo de los años, fue sustituido por otro similar, pero más moderno) había nacido "su biblioteca", compuesta al principio de cuentos ilustrados, clásicos juveniles y libros del colegio. La cama no llegaba a ser doble, pero en ella cabían dos personas perfectamente; los pies y la cabecera eran altos, de madera oscura y de un estilo clásico, recio y barato; si la memoria no le fallaba, estaban decorados, pies y cabecera, por unas molduras afiligranadas. Aquella cama se hallaba siempre cubierta por una colcha roja y blanca que imitaba damascos en el estampado, de tela gruesa y con los dibujos bordados. Ésa había sido la habitación de su primo Suso durante el tiempo en que vivió con ellos, en dos etapas distintas; también la había ocupado su tío Manuel al volver de Venezuela. En general, siempre que los parientes del pueblo visitaban Barcelona dormían allí. Cuando no había invitados, aquélla era la habitación donde su madre planchaba y donde las dos se echaban la siesta en verano escuchando la radio. La única ventana de aquel cuarto quedaba frente a la cabecera de la cama, en la pared lateral. Daba a un patio dividido en dos zonas. La primera pertenecía a un taller mecánico de "planchistería y pintura", que siempre fue un suplicio de ruido y olores fuertes. Ese recinto correspondiente al taller quedaba separado, por un muro de ladrillos, de unas barracas que albergaban una vaquería y entre las cuales crecía una enorme higuera. La luz entraba generosa por aquella ventana. Mamá bajaba la persiana y la separaba un poco hacia fuera, apoyándola sobre el tendedero, para evitar el sol y permitir que entrase el aire. A la hora de la siesta, descansaban también los mecánicos y por el patio sólo se oía el sonido de las distintas emisoras. Ellas dos se tumbaban en la cama y conectaban también el aparato de radio para escuchar aquellos seriales cuya autoría venía atribuida a guionistas de sonoro nombre, como Guillermo Sautier Casaseca, el único del que, en realidad, se acordaba. Tampoco recordaba casi ningún título. Sólo dos le venían a la mente, Lucecita y Esmeralda. El segundo, por cierto, lo había visto no hacía mucho por televisión, en una versión venezolana y, por tanto, culebronesca. En fin, al igual que en las novelas rosa que leía Carmen Martín Gaite en su infancia, el momento más emocionante de aquellas historias era siempre el del encuentro de los dos seres que estaban destinados a amarse contra viento y marea, pero tal encuentro se hallaba a menudo enmarcado en el fingimiento por parte de alguno de ellos de una identidad ficticia que lo liberaba de su auténtica biografía. En el encuentro, decía Martín Gaite en su artículo, quedaba representada la esperanza "de que un ser pueda ser conocido y abarcado por otro con quien se enfrenta por primera vez"; esa esperanza, sin embargo, quedaba luego defraudada: "Yo siempre cerraba aquellos libros - decía Carmen -, a los que tan ávidamente me había asomado, con la certeza de que, a despecho de las caricias de aquellos jóvenes, algo les había impedido ser ellos mismos, relacionarse de un modo autónomo y original, y pensaba que si yo no había logrado conocerlos - es decir, diferenciar en algo a aquella María Victoria y a aquel Raúl de la Esmeralda y el Jorge de la otra novela - era porque ni uno ni otro habían sabido darse nada de lo que prometían y pedían sus miradas primeras, o, dicho con otras palabras, porque tampoco ellos se habían conocido en absoluto, por mucho velo blanco y flor de azahar que cerrara el relato" (La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas, p. 13). La decepción, sin embargo, no anulaba lo que daba auténtico valor a aquellos encuentros, y que no era sino el anhelo, representado paradójicamente en el disfraz, de ser otros para ser ellos, de que alguien les mirara sin saber de su circunstancia y les devolviera el reflejo de su auténtica identidad, el anhelo de "ser queridos por sí mismos", de ser apreciados por lo que eran, pese a que no tuvieran certeza alguna del sentido exacto de esa identidad auténtica que reclamaban; porque precisamente lo que el personaje que se enmascaraba, en sentido biográfico, estaba buscando era la revelación de esa misma identidad, "la buscaban en los ojos del otro, pedían un buen espejo que se la hiciera conocer" (La búsqueda..., p. 16).

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