domingo, 16 de septiembre de 2012

Viajar, viajar...

Si alguna época de la historia fuese acreedora del hipotético título de "Edad de los grandes viajes", sería, sin duda, el Renacimiento. A partir del siglo XV, el humanismo creciente que invade los espíritus da como fruto un nuevo tipo de hombre, volcado hacia fuera, seguro de sí mismo y de su propia fuerza como centro del universo. Este hombre renacentista, ansioso de saberlo todo y lleno de ideas para el progreso, consigue hacer que la ciencia avance, que las técnicas se modernicen y la economía florezca, confiando sobre todo en su esfuerzo y en su propia iniciativa. Quizá el símbolo más visible de su triunfo sean los descubrimientos geográficos. La tierra conocida se ensancha hasta sus confines y, sin embargo, nunca antes había resultado tan fácil de abarcar. Por primera ver, el hombre puede recorrer el mundo en su totalidad, darle la vuelta, dominarlo. Apertura, curiosidad y confianza en sí mismo, eso y mucho más es el hombre renacentista. Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pizarro, Magallanes y tantos otros ponen nombre y apellidos al arquetipo.

Ahora bien, no es menos verdad que nada en la Historia surge por generación espontánea. Conviene, pues, reconocer que el cambio supuesto por el Renacimiento hunde necesariamente sus raíces en el pasado inmediato, en esa época que los propios renacentistas denominaron despectivamente "Edad Media".

Ciertamente, la Edad Media, con sus estructuras feudales que fijan al hombre a la tierra, su teocéntrica sociedad que poco margen deja al individualismo, su diseminación rural que dificulta las comunicaciones y la hostilidad frente a lo externo que parecen mostrar sus castillos y fortificaciones, aparenta más bien una tendencia a la cerrazón y al inmovilismo, que - dirán algunos - nada tiene que ver con el espíritu emprendedor y abierto del Renacimiento. Y, no obstante, Marco Polo llegó a China antes de que Colón pisara las tierras del Nuevo Mundo y Raimundo Lulio recorrió una y mil veces los pueblos del Mediterráneo, por el norte de África hasta Oriente, con el peculiar propósito, "moderno" para su tiempo, de convertir a los infieles usando la palabra y la dialéctica; ello sin olvidar que muchas y muy tempranas fueron las conquistas del rey Jaime I de Aragón. Y es que la Edad Media estuvo totalmente entregada a la dinámica del viaje. Este hecho, que la Historia "grande", la de los acontecimiento cruciales, recoge, era también una realidad vivida a nivel cotidiano.

La figura del viajero en la Edad Media no es una, sino múltiple: mercaderes, peregrinos, cruzados, predicadores, estudiantes, maestros, correos, juglares... todos viajan. Algunos, como el mercader, lo hacen por motivos fundamentalmente económicos, guiados por la ambición de aumentar su riqueza. Otras veces, el impulso es espiritual: así, el peregrino va en pos de la purificación de su alma, el cruzado se siente investido con la misión de salvar a la Cristiandad por la armas y el predicador aspira a difundir la fe de Cristo más allá de todas las fronteras. Para el estudiante y el maestro la meta es el conocimiento, la cultura. El correo, en cambio, es un viajero de oficio, como lo es también, en cierto modo, el juglar, puesto que el viaje es consustancial a su función de transmisor de noticias y generador de espectáculo. Y así, podríamos seguir añadiendo viajeros a la lista. Claro está que ninguna de las motivaciones apuntadas para las distintas formas del viaje se presenta en estado puro. Los propagandistas de la Cruzada, por ejemplo, rara vez omitían, entre sus argumentos en favor de la misma, la promesa del botín, conscientes como eran de que las expectativas de riqueza, así como el  ansia de aventuras, se escondían, las más de las veces, tras el pretexto de la guerra santa. Tampoco hay que olvidar que, en casos como el de los maestros, viajar era casi una manera de subsistir al estilo de los juglares, puesto que los enseñantes solían mantenerse con las contribuciones voluntarias de los estudiantes que asistían a sus "representaciones". Esos mismos estudiantes, que generalmente eran jóvenes sin oficio ni beneficio, se entregaban al viaje por algo más que por el ansia de aprender junto a unos determinados maestros. Su singular "peregrinación" les llevaba de universidad en universidad, de escuela en escuela y, al mismo tiempo, de taberna en taberna, gozando del vino, la carne y la libertad, en una suerte de dolce vita medieval.

Por otra parte, el viaje como forma de vida para ciertos sectores de la sociedad crea un paisaje de caminos y rutas que confluyen en centros neurálgicos (santuarios, cortes, ciudades, universidades...), dotados de infraestructuras que proporcionan apoyos y servicios a esa sociedad en movimiento, a ese contingente humano que siempre va de paso (hospederías, hospitales de peregrinos, comercios...). La realidad del viaje, además, transforma los lugares y a las gentes que entran en contacto con ella, aunque ese contacto consista simplemente en ver pasar a los viajeros sin abandonar nunca el terruño propio. Y es que con los hombres se desplazan y difunden las ideas, las culturas, las experiencias y los saberes. Incluso los más sedentarios tienen siempre el recurso de oír, asombrarse e imaginar.

Pero quizá el aspecto más importante del viaje en la Edad Media sea su dimensión simbólica. Decíamos que el hombre renacentista está volcado hacia fuera. El hombre medieval, en cambio, acosado por las guerras, las epidemias y el terror del milenio, siente que su vida terrena es frágil y que un dios terrible gobierna su destino. De ahí la importancia que tiene para él su espiritualidad, a cuyo cuidado dedica especial atención, ya sea con una entrega sincera o a modo de transacción comercial, siguiendo ciertas convenciones establecidas que permiten ganarse el cielo en el último momento (donaciones, ofrendas, penitencias...). Así pues, el hombre medieval vive, en cierta medida, hacia dentro y su interiorización es, a la vez, trascendentalización, porque va orientada a la obtención de bienes en el más allá, cosa que para el hombre renacentista, tan seguro del dominio que tiene sobre sí mismo y sobre el mundo que lo rodea, resulta ya inconcebible. Por eso, el peregrino sería, como viajero, el mejor representante de esa mentalidad medieval. En la peregrinación, el viaje mismo adquiere importancia en función de su objetivo, en la medida en que el camino es proceso y purificación. Mientras avanza, el peregrino interioriza su andadura y se va haciendo merecedor de lo que encontrará al final. La peregrinación es una metáfora de la vida misma en el sentido cristiano: la vida terrenal sólo tiene valor como "camino" hacia el más allá, que es el paraíso. Hay, pues, un viaje mental detrás del viaje real y es el primero el que da sentido al segundo.

Por aquí es por donde el viaje penetra en la literatura, no ya como un simple hecho que es descrito o narrado, en lo que propiamente se conoce como "libros de viajes", sino como una estructura mental que recubre ciertas inquietudes sociales. Y la imagen literaria del viaje es, precisamente, el "viaje al más allá".

El viaje literario se define en su marco por oposición a la errancia. La figura del caballero andante, paradigmática del movimiento y la turbulencia social en la Edad Media, no es, sin embargo, la de un viajero, ya que el errante no posee una meta concreta. Bien al contrario, se somete al azar, a la "aventura" (en el sentido de "lo que adviene", "lo que acontece" al caballero) y su trayectoria en nada se asemeja a un itinerario fijado de antemano. El peregrino-viajero, en cambio, sigue un camino concreto, establecido según designios trascendentes (divinos o no), y al final de ese camino hay una meta que el viajero nunca pierde de vista. Es justamente el itinerario lo que estructura, narrativamente hablando, los relatos y pasajes que se construyen sobre un viaje o una peregrinación. Tal es el caso, por ejemplo, de la Navigatio Sancti Brendani Abbatis, obra anónima del siglo IX, cuyo argumento siguió Benedeit para elaborar su Viaje de San Brandán, en lengua anglonormanda, a principios del siglo XII; o la segunda rama de los Mabinogion galeses (siglo XI aproximadamente), titulada Branwen, hija de Llyr. Estas obras nos permiten, además, comprobar que, dentro del motivo del "viaje al más allá", ese espacio trascendente puede ser tanto el Otro Mundo cristiano (Navigatio) como el Otro Mundo celta (Branwen), sin que ello afecte sustancialmente a la estructura del relato, basada en un itinerario. 

Por otro lado, la propia naturaleza del motivo hace que, inevitablemente, se dé en estas narraciones una fusión del plano de lo real con el plano de lo maravilloso. Los viajeros parten de una geografía auténtica, perfectamente localizable en los mapas, y se adentran, en el mismo instante en que comienza el viaje, en una geografía mítica, hasta que, una vez finalizado aquél, el ciclo se cierra y se regresa a los parajes conocidos y palpables. De este modo, el viaje queda situado en lo ambiguo y se carga de valor representativo y simbólico, puesto que discurre por paisajes también simbólicos.

Pero la literatura da cabida también a otras dimensiones del viaje. Dejando a un lado las novelas artúricas, que se interesan no por el viaje, sino por la aventura, es decir, la errancia, no se puede pasar por alto la presencia, en multitud de obras, del motivo de los "falsos peregrinos", cuyo disfraz responde a causas del todo mundanas. Así, Carlomagno se disfraza de peregrino, en el cantar de gesta titulado justamente Peregrinación de Carlomagno, para, con ese pretexto, ir a Constantinopla y comprobar si su emperador es más noble y cortés que él. Tristán, por su parte, adopta tal caracterización para poder acercarse a Iseo y, por medio de una ingeniosa estratagema, salvarla del terrible Juicio de Dios. Y, en fin, la propia institución de la peregrinación es satirizada en el Roman de Renart a través de su protagonista, otro peregrino no muy de fiar. Todas estas obras y muchas más nos dan la otra cara del viaje literario, la realidad visible frente a la realidad imaginaria que aparecía en la Navigatio y en Branwen.

No multiplicaremos los ejemplos. Lo esencial queda dicho ya. Tal vez ahora, en nuestro tiempo, cuando cada vez hay más turistas y menos viajeros y es posible estar hoy en Barcelona y mañana en Moscú sin apenas darnos cuenta de que nos hemos desplazado, sería el momento de preguntarse si no tenemos nada que aprender del pasado, si la Edad Media no podría enseñarnos, de nuevo, a vivir el camino.

Artículo publicado en la revista Quimera, nº 82 (1988), pp. 61-63.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 14

A diferencia de la madre de Águeda, la suya siempre había sido una mujer de una pieza y bastante sobreprotectora y "empachosa". Pero la censura que Águeda calificaba de "callada" la había vivido también, tácita y explícitamente. Y sí, sentía, como la protagonista de Lo raro es vivir, que a su madre siempre la había defraudado, que nunca había sido lo suficientemente buena para ella. Una vez, incluso, había escrito una canción que hablaba de eso, y de la que su madre no había sabido nunca nada. La había titulado "El modo de hacerte feliz" y si alguna vez la volvía a cantar para sí misma, siempre se le hacía un nudo en la garganta. Deshacer ese nudo era algo que le había parecido siempre imposible, aunque probablemente, como Águeda, nada hubiese deseado más que ser aceptada por su madre y salvar el foso que las había separado desde su entrada en la adolescencia. El paraíso perdido con su madre era también el de la infancia y tampoco sabía cuándo ni como se habían separado tanto, a pesar de que se veían a diario. Verse o no verse no tenía importancia. Proximidad física y cercanía espiritual no siempre iban unidas. Águeda reclamaba el derecho de ser aceptada por lo que era ("¿tan difícil resulta aceptarme como soy?", p. 161), pero, al mismo tiempo, tenía a su madre en un pedestal y luchaba denodadamente por mirarse en ese espejo, que no le devolvía más que una imagen distorsionada. Llegar a conocer a su madre se convertía así en un sinónimo de llegar a conocerse a sí misma y a ello iba unida una autoestima bajísima, pues la hija sentía que no alcanzaba más que a ser una copia del madre. Narrativamente hablando, todo eso se canalizaba en la novela a través de la figura del doble. Águeda Soler y Águeda Luengo no sólo llevaban el mismo nombre de pila, sino que además eran, con la diferencia de los años, que una vez muerta la madre habían dejado de tener importancia, prácticamente como dos gotas de agua. Era ese parecido físico (que afectaba incluso a la voz) lo que hacía pensar a Ramiro Núñez en un juego, como él lo llamaba, consistente en que Águeda hija se hiciera pasar por Águeda madre y visitara de esa guisa al abuelo moribundo a quien nadie le había comunicado todavía el fallecimiento de su hija. A partir de ese principio, la búsqueda de su propia identidad por parte de Águeda Soler se construía en la novela como un encuentro con su doble, su madre. Un encuentro muy difícil de consumar: "Rosario solamente comentó en un determinado momento lo difícil que era quererla, y yo me limité a contestar que ya lo sabía. Pero la niebla tras la que se oculta Águeda Luengo no me la despejó el testimonio de Rosario Tena ni tampoco, dos días más tarde, el del abuelo [...]. Ella sigue perfilándose a lo lejos como una esfinge entre la niebla, ésa es su condición, cosa del tarannà. "No nos conviene ser tan evidentes", me solía decir" (p. 212). Finalmente, esa zona oscura nacía de la infelicidad de la madre, generada, como al final se comprende, por el fracaso de su matrimonio; era ése un dolor que la niña no alcanzaba a desentrañar y que estaba presente ya la tarde del desmayo en los suspiros de Águeda Luengo, en su tristeza y sus pocas ganas de hablar. Un sufrimiento que la madre no deseaba compartir con su hija y que había provocado una exclusión de ésta y una incomunicación que no había hecho sino agrandarse con los años; una incomunicación que Águeda Soler había interpretado como una falta de amor y que, en realidad, no había sido más que el fruto de una amargura heredada: "Me he pasado más de media vida diciéndoles a mis padres cosas que no tenían nada que ver con las que hubiera querido decirles, educando mi voz para que se acoplase a una traición que fue dejando de serlo a medida que se debilitaba la voluntad, cediendo a los pactos de disimulo y medias verdades que la relación entre ellos proponía a modo de paliativo insensible para aliviar la inquietud sin hurgar en sus causas. Aprendí desde edad bastante temprana a mirarme en aquel espejo oblicuo donde mi rostro asomaba a medias tapado por el de ellos, pero no me di cuenta de que estaban torcidas las sonrisas hasta que empezó a reflejarnos solas a mamá y a mí con la sombra de él al fondo. Yo intentaba borrar aquella sombra, la frotaba con rabia una y otra vez, pero reaparecía como la mancha de sangre en la llave de Barba Azul, y dentro del espejo se congelaban los gestos, nada era verdad, a todas las sillas les faltaba alguna pata, no corría el aire, en los estantes había ceniza en vez de libros, mi cara era azul y las figuras se ladeaban como esos muñecos que no asientan bien y están a punto de caerse. ¿No sería - empecé a pensar - que casaban mal unas con otras desde siempre, y que mejor estaríamos cada cual por su cuenta, como ella solía decir, a la conquista de la propia ración de aire? Mamá se quedaba mirando por la ventana cuando dejaba caer esa propuesta teñida del color de sus pinceles, amarillo bilioso, nacarado o granate, y a mí se me encogía el corazón ante su perfil agudo de pájaro impaciente. "¡Que no se vaya!", pensaba, "¡que no eche a volar!", luego todo volvía a estar como antes, aunque aquel aviso podía repetirse inopinadamente. Pero qué difícil es buscar la propia ración de aire, aguantar el aire libre cuando te has aficionado a los paños calientes, abandonar la cueva sin rencor y sin daño, resignarse a olvidar lo que no se ha entendido. De todas maneras, acabé comprendiendo - aunque me costó - hasta qué punto se había distorsionado mi imagen dentro de un azogue empañado por oscuros vicios de origen que yo heredaba a ciegas, sin culpa ni alegría. Y un día dije ¡basta! Y rompí aquel espejo. Pero lo rompí mal, porque sus añicos se me siguen clavando. No los supe barrer" (pp. 95-96). ¿Qué más se podía decir? Sintió que estaba llegando al final de aquellas reflexiones y que, en ese punto, su vida se superponía no a la de Águeda Soler, sino a la de Águeda Luengo. Su propia tristeza por haber fracasado en el intento de tener una familia era la de Águeda Luengo, esa tristeza que no quería compartir con su hija pequeña seguramente para protegerla de todo lo malo y lo feo de la vida y que las había ido alejando progresivamente una de otra. Sí, también ella conocía ese sentimiento y también la relación con su hijo se veía minada muchas veces por él. Al final, su lectura del libro era aquélla, la que podía hacer de su propia vida. No había teoría que pudiese sostener semejante interpretación de un texto literario. Se trataba de algo, digamos, empírico: comprobaba, en su propia existencia, que la literatura imita a la vida tal vez en el mismo grado en que la vida imita a la literatura. De algún modo, Águeda Luengo y Águeda Soler eran reflejos de ella; eran esas otras vidas que hubiese podido vivir de no haber vivido la suya, y era la literatura y sólo la literatura la que le había permitido ser las otras sin dejar de ser quien era.

martes, 24 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 13

No cabe duda de que, pese a todo, el rechazo a la maternidad, en el caso de Águeda Soler, está en relación directa con su propia madre. La raíz de todo su malestar hay que buscarla en la pérdida del paraíso de una infancia en absoluta comunión con su madre, cuyo símbolo es el autorretrato azul que ésta le regaló cuando cumplió ocho años y que para la protagonista es su posesión más preciada y a la vez más dolorosa. Entre el momento que inspiró el cuadro, el desmayo de Águeda Luengo, embarazada de un segundo hijo que no llegó a nacer, en una escalera de una calle de Tánger, cuando sólo la acompañaba su niña de siete años, y el deterioro posterior de la relación entre madre e hija, hay una zona oscura que Águeda Soler no ha llegado nunca a comprender y que ha determinado su desorientación y su desconcierto ante la vida y ante sí misma: "Tenía la cabeza apoyada contra aquella barandilla y la cara muy fría. Las manos también. No sabía qué hacer, pero estaba segura de que si me echaba a llorar todo estaba perdido, porque ella me había dicho muchas veces que en los momentos de verdadero peligro lo peor es llorar, y además lo sabía por los cuentos. También sabía que no podía apartarme de allí porque la estaba protegiendo, que mi sitio era ése, nunca en mi vida he vuelto a saber con tanta certeza que estoy donde tengo que estar como aquel atardecer en Tánger junto a mi madre desmayada que sólo podía depender de mí, de mi fe en la suerte" (p. 169). Esa zona oscura, ese "foso que nos separa, y no sé desde cuándo" (p. 186), como le dice Águeda a su madre en una carta que no llega a enviarle, es el foso de la incomunicación, la que surge de tantas diferencias como hay entre ellas, nunca discutidas y nunca afrontadas: "papá ya hace ocho años que nos dejó solas y enfrentadas en nuestras diferencias, agua pasada, sí. Quisiera, aunque no sea capaz de pedírtelo, buscar contigo los puntos de contacto que puedan existir a pesar de nuestras diferencias, que me ayudases a aceptarlas, es cuando las olvidas o cuando pretendes anularlas cuando se ahonda el foso que nos separa, y no sé desde cuándo. Qusiera saber también en qué te he defraudado..." (p. 186). De este fragmento, habría que destacar dos cosas: la necesidad de Águeda de aceptarse en sus diferencias respecto a su madre y la sensación que tiene de haberla defraudado, porque van unidas. Águeda reprocha muchas cosas a su madre muerta, sobre todo lo que ella siente como indiferencia, desapego y censura callada. "Me gustaba presumir ante mis amigos - dice - de madre no empachosa ni fiscalizadora, pero nada ansiaba tanto como sus preguntas" (p. 162) y, se podría añadir, también sus broncas. Le duele ese distanciamiento y le duele también el rechazo de su madre a dejarse conocer y entender: "Que en mi madre no había una persona sino varias, lo sabía hacía mucho, y aunque no las conociera a todas, intuía que ninguna de ellas estaba dispuesta a dejarse vampirizar por amores exclusivos, éramos de la misma raza" (pp. 209-210). A través de las angustiosas imágenes de "madre con niño", Águeda Soler no sólo proyecta su miedo a ser madre y a sentirse atrapada en ese rol, sino que también se refleja como hija en un "regazo hostil y ausente".

Acerca de Carmen Martín Gaite 12

Los tiempos se superponían. La muerte de la madre de Águeda Soler parecía una premonición, pero no lo fue. En cambio, aquellas reflexiones en torno al miedo generacional al compromiso, que inicialmente no le hicieron pensar en nuevos reflejos, sí tuvieron algo de profético. Hacia 2007 releyó aquellas notas para su trabajo sobre la subjetividad literaria en Carmen Martín Gaite que había tomado en torno a 1999. Entonces no había sido madre todavía y era feliz en su vida de pareja. J. y ella representaban bastante bien aquel prototipo de jóvenes treintañeros que se niegan a aceptar el paso de los años y buscan incansablemente vivir de otra manera, ser distintos a todo lo que ven a su alrededor. Y sin embargo, aunque eran evidentes, no había sido capaz de percibir las semejanzas de todo eso con lo que se contaba en la novela, como sí, en cambio, viera tantísimas otras coincidencias entre su persona y el personaje de Águeda Soler. Ellos vivían entregados a sus inquietudes personales. Él estudiaba su carrera. Ella se dedicaba al teatro. Viajaban siempre que tenían oportunidad, huyendo como de la peste de los viajes organizados y los circuitos turísticos; siempre con la mochila a cuestas y la incertidumbre de dónde dormirían al día siguiente; siempre buscando destinos que les permitiesen saborear la aventura: India, México, Australia. Durante tres años fueron realmente muy diferentes a toda aquella gente de su edad que, habiendo renunciado ya a ciertas fantasías, empezaba a dar el paso hacia la hipoteca y los hijos. Gente que muchas veces intentaba llevarlos a su terreno, tal vez por aquello de "mal de muchos...". Les decían que debían pensar ya en casarse y en formar una familia. Pero ellos se sentían orgullosos de no entrar en ese molde y miraban con cierto desprecio a los que habían claudicado. En algún momento, esa arrogancia los llevó al desastre. Y fue precisamente cuando ella se quedó embarazada. Así que, al releer, ocho años más tarde, aquello que había escrito acerca de Águeda Soler y su generación, se daba cuenta de que aparecían nuevas coincidencias y paralelismos que la equiparaban con la protagonista de Lo raro es vivir. Su hijo había nacido porque ella lo había deseado y también porque había deseado tenerlo precisamente con J. , ya que él era, entonces, la única persona con la que podía sentirse "diferente", eternamente joven y rebelde. Aunque, en ese punto, había una gran diferencia entre las dos, pues Águeda sentía aversión por la maternidad y ella había deseado ser madre, de algún modo, aquella discrepancia se explicaba porque Águeda estaba, por así decirlo, en una fase distinta del proceso: una fase en la que todavía le quedaba mucho trabajo interior por hacer antes de poder ser realmente feliz con Tomás. O tal vez sería mejor decir que el proceso en ambas no seguía el mismo orden. Ella, que no había vivido ese tipo de crisis personales cuando estaba con J. , no era consciente entonces de que le faltase nada. Se sentía, o eso le parecía, como Águeda al final de la novela, cuando decide por fin tener un hijo con Tomás. Pero era como si los caminos de ambas se hubiesen invertido. Un reflejo invertido, sí. Águeda "bajaba al bosque" y salía de él preparada para formar una familia con Tomás. Ella había formado una familia con J. y, después, al encontrarse sola, se había dado cuenta de que tenía pendiente su "bajada al bosque". Así que, de pronto, en ese giro de la vida, la literatura volvía a ser espejo y aparecían nuevos ecos que no habían resonado antes. Resonaba aquel agobio ante la imagen de "madre con niño en su regazo", resonaba aquella preferencia por la evitación y, sobre todo, resonaba aquel andar poniendo barreras a los lazos emocionales y al compromiso, barreras nacidas de un miedo inconcreto y difuso.

Acerca de Carmen Martín Gaite 11

Los "problemas de fontanería" de Águeda Soler, como los de Sofía Montalvo en Nubosidad variable, son el símbolo de una crisis profunda, un "cortocircuito" provocado por el cruce inesperado de "una serie de cables de distintas procedencias" (p. 29) que habían permanecido ocultos y enmascarados durante mucho tiempo. Águeda se ve abocada así a una búsqueda de respuestas acerca de sí misma y de su identidad como mujer y como persona que pasa por la recuperación de aquello que más duele y que ha sido relegado al "cuarto de atrás". Quizá el atasco más llamativo en las tuberías de Águeda, su mayor bloqueo, sea el que se manifiesta a través de su aversión a la maternidad. La sola sugerencia de Ramiro de que su mareo inicial haya podido deberse a un embarazo la hace exclamar: "¿Embarazada yo? [...] De ninguna manera, ¡Dios me libre! No quiero tener hijos nunca, nunca. ¡Jamás en mi vida!" (pp. 10-20). Desde las primeras páginas de la novela, la protagonista aparece bajo el manto de esta obsesión, que concede un peso angustioso a ciertas imágenes externas y hasta inocuas en las que no puede evitar proyectarse y descargar el profundo malestar que la perspectiva de ser madre le produce: "Sobre la puerta descubrí un letrero cuya lectura me convencía de no haberme equivocado [...] , y debajo [...], una Virgen del Perpetuo Socorro de regular tamaño con su actitud hierática de icono y los ojos en punto muerto mientras sostiene sin ganas al niño de cabeza ladeada que parece un espárrago, mal nutridos los dos, ella con casquete; casi todas las vírgenes del mundo agarran los dedos de su niño como por cumplir y se les trasluce una sonrisa aprensiva, a saber lo que me espera después de que me pinten este retrato y descuelguen los ángeles de adorno, tendré que aguantar al mismo tiempo la maternidad y la leyenda" (p. 12). La identificación de la protagonista con la imagen de la Virgen es clara y automática, tanto que el paso de la tercera a la primera persona se produce sin transición y la aprensión reflejada en la sonrisa de la imagen religiosa no es otra que la sentida por Águeda. Esa figura de "madre con niño en su regazo" se le aparece de nuevo en el metro, en carne y hueso, y la desazón es exactamente la misma: "Noté que me tiraban de la correa del bolso y me volví hacia ese lado. Era un niño de corta edad en brazos de su madre, ella iba distraída y movía los labios mirando al vacío con gesto de agobio. El niño [...] se puso a manotear muy contento, mientras se debatía en aquel regazo consabido y hostil. La madre seguía sin darse cuenta de nada, incapaz de jugar, ausente de sus preocupaciones. [...] No pude resistir la sospecha de que quisiera venir conmigo. Me levanté bruscamente sin volver a mirarlo y me abrí camino a codazos como un malhechor, huyendo del conato de llanto que oía a mis espaldas" (p. 35). No es gratuito que Águeda tenga ese encuentro en el metro precisamente, porque para ella, que significativamente lleva diez años sin utilizar ese medio de transporte y moviéndose sólo por la superficie, el hecho físico de bajar al metro se convierte en un descenso mucho más decisivo, ése al que aludíamos antes como "bajada al bosque", y que inevitablemente provoca la reflexión , provoca - establezcamos, ahora sí, un lazo con Freud - el encuentro con su particular Umheimlich, con esos "tramos umbríos [...] donde se acentúa la desconexión entre la lógica y los terrores" (p. 31). Águeda huye, busca otra vez la superficie, porque no es ninguna ingenua y sabe con lo que se está enfrentando: "Obedecer a ese mandato equivalía a asesinar mis embriones de pensamiento imprevisto, era como prohibir el acceso a los espermatozoides que se precipitan a fecundar un óvulo o destruirlos cuando han conseguido entrar, yo había elegido siempre el primer sistema, abortar me aterraba. Basta, no quería darle alas a aquella nueva metáfora, porque además era de las que escuecen, me bajaría en la próxima, se acabó el bosque" (p. 36). La metáfora en cuestión plantea el miedo a la maternidad como un síntoma de un temor más profundo a todo aquello que no controla dentro de sí misma, a su "pensamiento imprevisto". Por otra parte, en ese rechazo a la maternidad hay un ingrediente no desdeñable de terror generacional. Su encuentro, también dentro del metro, con Félix, un conocido de juventud al que ni siquiera recordaba, permite integrar a Águeda en esa población de treintañeros de clase media y formación universitaria nacidos en el baby boom de los sesenta y marcados por lo que se ha dado en llamar el "complejo de Peter Pan". Águeda, Félix y el mismo Roque, el gran amor perdido de la protagonista, pertenecen a esa generación que disfrazó su miedo al compromiso emocional y a las responsabilidades de carpe diem e independencia, y su inseguridad de inconformismo; esa generación de niños mimados, demasiado acostumbrados a los "paños calientes" (p. 96), que se proyectaban a sí mismos hacia el futuro bajo una luz difusa de rebeldía, asumida por pocos con todas sus consecuencias y apenas concretada por la mayoría mucho más allá de la fantasía del "yo tengo que ser distinto"; esa generación, en fin, cuyos miembros más soñadores se quedaron desfasados, sin haber encontrado su lugar en el mundo, sin haber sido capaces de querer a nadie o de dejarse querer y sin aceptar demasiado bien el paso de los años. Roque se gana la vida con el diseño publicitario y, al mismo tiempo, "inventa también otras cosas, para no hundirse en la mierda del todo. Y para seguir jugando a ser otro" (p. 39). A Félix, los hijos le producen tanta desazón como a Águeda. Incapaz de responsabilizarse de uno que tiene "perdido por ahí" , le confiesa a su amiga que "es un palo, por mucho que digas "allá se las apañen", por lejos que estén, los enanos siguen vivos y pidiendo coca-colas, eso no tiene vuelta de hoja. Y te llega el guirigay, ¿cómo te lo diría yo?, se te agarran a los pies y a las tripas" (p. 39). Es tal la obsesión de Félix con ese tema, que incluso está rodando un corto acerca de "un tipo que envenena a su compañera de piso cuando se entera de que va a tener un niño" (p. 40).

Acerca de Carmen Martín Gaite 10

Las asociaciones psicoanalíticas que podrían hacerse en relación con Águeda Soler y su incapacidad para aguantarse a sí misma son infinitas y asumidas por la autora. Aquí, como en otras obras, Martín Gaite opta por decir ella ciertas cosas, antes de que otros las esgriman como arma interpretativa, porque sin duda no son los complejos de Edipo, las esquizofrenias, las histerias, las neurosis ni las represiones sexuales o de otro signo los elementos que permiten entender de verdad a sus personajes, si bien son cosas que están ahí y frente a las que no se puede hacer la vista gorda. Por eso, Martín Gaite siembra su texto de referencias, que, de algún modo, viene a decir: "¡Eh! Ya sé que aquí da para especular mucho al amparo de Freud, pero no es eso lo que yo quiero mostrar. A mí los seres humanos me interesan por otros motivos." Así, por ejemplo, cuando al principio de la novela Águeda tiene, mientras habla con Ramiro Núñez, la visión del planeta transparente que viene a estrellarse con el nuestro y dentro del cual se halla su madre ocupando el lugar de la escena que le correspondería a ella, y el médico atiende solícito al mareo que le sobreviene como consecuencia de tal visión, Águeda agradece que Ramiro no le pregunte nada y se da cuenta de que el doctor Núñez no es de aquéllos que se pondrían "a hurgar en mis complejos de Edipo" (p. 20). También, cuando de pronto siente la necesidad de hacerle confidencias a Magda, su jefa en el archivo, una mujer que anhela ese tipo de confianza con ella y a la que siempre ha rechazado más o menos agriamente, Águeda mira por un momento la escena desde fuera y se ríe de sí misma al comprobar que "aquello se estaba encaminando, a poco olfato que se tuviera, por vericuetos parecidos a los que desembocan en el diván del psiquiatra" (p. 146). Estos avisos, en los que se deja oír la voz de la autora, tienen la virtud de despertar nuestra cautela, porque lo cierto es que determinadas asociaciones son inevitables si tenemos en cuenta que toda la peripecia de Águeda Soler se cose a partir de recuerdos, sueños e imágenes reflejadas de sí misma, y esos pocos días de su vida que compartimos con ella son los de su descenso a los infiernos o, lo que es lo mismo, usando una metáfora de la propia Águeda, los de su "bajada al bosque", emprendida tras tiempo y tiempo de existencia "enajenada", es decir, de ocuparse de "asuntos ajenos", en gran parte gracias a su trabajo de archivera, en el que día a día se las ve con documentos y legajos que contienen a otros seres y gracias a los cuales "ahogas tu propia indecisión en la de otros y con eso olvidas el cacao de tu vida" (p. 38). De las profundidades del desván de su conciencia, su "cuarto de atrás", Águeda va a sacar todo lo que durante años se la ha ido pudriendo en ese lugar difícil de ubicar, y va a lograr, como Dante de la mano de Virgilio, y en palabras de Rosario Tena, "salir del mal por las mismas escaleras del mal, lograr cambiar su rumbo sin cambiar su existencia, aprovechándola" (p. 182). La muerte de su madre, el asunto de su abuelo, el juego que le propone Ramiro Núñez tendrán la virtud de destapar el "pozo negro" de Águeda, del cual, como en el sueño que tiene la noche misma de su primera visita al sanatorio, va a brotar toda la podredumbre que desde la más temprana adolescencia ha estado atascando las tuberías de su alma: "Los conductos subterráneos se habían roto por la noche; precisamente en uno de los sueños que tuve aparecía papá muy enfadado conmigo, pidiéndome explicaciones de los malos olores que invadían el chalet donde vive ahora; su niño había despertado diciendo "¡caca! ¡caca!"; al fin encontraron un agujero grande junto a la piscina y enseguida papá, a pesar de que no se distingue por su perspicacia, había adivinado que aquel borboteo de porquería que iba enfangando el jardín afluía de mi pozo negro. Tuve otros sueños de tuberías y de cables sin separar, pero no me acuerdo tan bien como de ése" (p. 26).

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Se le acumulaban las piezas del puzzle. Cada vez había más. Águeda Soler tenía cuentas emocionales con su madre, con su exnovio Roque y con su amiga y antes profesora Rosario Tena. En fin, de ese tipo de cuentas emocionales, que eran la raíz del problema de identidad de Águeda, sabía ella bastante también, sobre todo por lo que se refería a su madre, quien, además, como la de Águeda, padecía del corazón. Águeda Luengo, la madre de la protagonista, moría a causa de un aneurisma. Su propia madre tenía lesionadas las válvulas mitral y aorta y en un informe sobre su dolencia que había caído en sus manos en una ocasión el médico de turno había escrito también la palabra "aneurisma". Como consecuencia de todo ello, su madre estaba en esos momentos en lista de espera para una operación a corazón abierto, en la cual le cambiarían las válvulas enfermas por unas prótesis, y ella no podía evitar pensar en el riesgo de aquella intervención y en la sombra de la muerte proyectándose sobre ella. ¿Y si finalmente también su madre moría como la de Águeda? ¿Y si aquél era un espejo premonitorio? En cuanto a la vida sentimental de Águeda Soler, en el momento en que comenzaba el relato, su compañero era Tomás, un hombre todo luz y serenidad, con quien parecía haber encontrado la felicidad que ni su gran amor del pasado ni sus excesos eróticos le habían proporcionado nunca. A Tomás, Águeda lo había conocido una noche en que se le había ido la mano con el alcohol. Él había cuidado de ella, la había acompañado a casa y en ningún momento había intentado aprovecharse de la situación. No sabía si era más escalofriante la sensación de mal augurio respecto a su madre que emanaba del libro o la similitud entre esa "primera cita" de Águeda Soler con Tomás y la que ella misma había tenido con J., porque no es que fueran parecidas, es que eran idénticas. El encuentro con Águeda Soler había sido, pues, desconcertante y extraño para ella; más aún si se pensaba que todo había empezado como un trabajo académico sobre las personalidades desdobladas y los espejos. De pronto, desentrañar el viaje interior de Águeda Soler, a través de sus sueños, sus recuerdos y su continuo desdoblamiento, se convertía también en una aventura en pos de sí misma. Era lógico que sintiese vértigo.