domingo, 16 de septiembre de 2012

Viajar, viajar...

Si alguna época de la historia fuese acreedora del hipotético título de "Edad de los grandes viajes", sería, sin duda, el Renacimiento. A partir del siglo XV, el humanismo creciente que invade los espíritus da como fruto un nuevo tipo de hombre, volcado hacia fuera, seguro de sí mismo y de su propia fuerza como centro del universo. Este hombre renacentista, ansioso de saberlo todo y lleno de ideas para el progreso, consigue hacer que la ciencia avance, que las técnicas se modernicen y la economía florezca, confiando sobre todo en su esfuerzo y en su propia iniciativa. Quizá el símbolo más visible de su triunfo sean los descubrimientos geográficos. La tierra conocida se ensancha hasta sus confines y, sin embargo, nunca antes había resultado tan fácil de abarcar. Por primera ver, el hombre puede recorrer el mundo en su totalidad, darle la vuelta, dominarlo. Apertura, curiosidad y confianza en sí mismo, eso y mucho más es el hombre renacentista. Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pizarro, Magallanes y tantos otros ponen nombre y apellidos al arquetipo.

Ahora bien, no es menos verdad que nada en la Historia surge por generación espontánea. Conviene, pues, reconocer que el cambio supuesto por el Renacimiento hunde necesariamente sus raíces en el pasado inmediato, en esa época que los propios renacentistas denominaron despectivamente "Edad Media".

Ciertamente, la Edad Media, con sus estructuras feudales que fijan al hombre a la tierra, su teocéntrica sociedad que poco margen deja al individualismo, su diseminación rural que dificulta las comunicaciones y la hostilidad frente a lo externo que parecen mostrar sus castillos y fortificaciones, aparenta más bien una tendencia a la cerrazón y al inmovilismo, que - dirán algunos - nada tiene que ver con el espíritu emprendedor y abierto del Renacimiento. Y, no obstante, Marco Polo llegó a China antes de que Colón pisara las tierras del Nuevo Mundo y Raimundo Lulio recorrió una y mil veces los pueblos del Mediterráneo, por el norte de África hasta Oriente, con el peculiar propósito, "moderno" para su tiempo, de convertir a los infieles usando la palabra y la dialéctica; ello sin olvidar que muchas y muy tempranas fueron las conquistas del rey Jaime I de Aragón. Y es que la Edad Media estuvo totalmente entregada a la dinámica del viaje. Este hecho, que la Historia "grande", la de los acontecimiento cruciales, recoge, era también una realidad vivida a nivel cotidiano.

La figura del viajero en la Edad Media no es una, sino múltiple: mercaderes, peregrinos, cruzados, predicadores, estudiantes, maestros, correos, juglares... todos viajan. Algunos, como el mercader, lo hacen por motivos fundamentalmente económicos, guiados por la ambición de aumentar su riqueza. Otras veces, el impulso es espiritual: así, el peregrino va en pos de la purificación de su alma, el cruzado se siente investido con la misión de salvar a la Cristiandad por la armas y el predicador aspira a difundir la fe de Cristo más allá de todas las fronteras. Para el estudiante y el maestro la meta es el conocimiento, la cultura. El correo, en cambio, es un viajero de oficio, como lo es también, en cierto modo, el juglar, puesto que el viaje es consustancial a su función de transmisor de noticias y generador de espectáculo. Y así, podríamos seguir añadiendo viajeros a la lista. Claro está que ninguna de las motivaciones apuntadas para las distintas formas del viaje se presenta en estado puro. Los propagandistas de la Cruzada, por ejemplo, rara vez omitían, entre sus argumentos en favor de la misma, la promesa del botín, conscientes como eran de que las expectativas de riqueza, así como el  ansia de aventuras, se escondían, las más de las veces, tras el pretexto de la guerra santa. Tampoco hay que olvidar que, en casos como el de los maestros, viajar era casi una manera de subsistir al estilo de los juglares, puesto que los enseñantes solían mantenerse con las contribuciones voluntarias de los estudiantes que asistían a sus "representaciones". Esos mismos estudiantes, que generalmente eran jóvenes sin oficio ni beneficio, se entregaban al viaje por algo más que por el ansia de aprender junto a unos determinados maestros. Su singular "peregrinación" les llevaba de universidad en universidad, de escuela en escuela y, al mismo tiempo, de taberna en taberna, gozando del vino, la carne y la libertad, en una suerte de dolce vita medieval.

Por otra parte, el viaje como forma de vida para ciertos sectores de la sociedad crea un paisaje de caminos y rutas que confluyen en centros neurálgicos (santuarios, cortes, ciudades, universidades...), dotados de infraestructuras que proporcionan apoyos y servicios a esa sociedad en movimiento, a ese contingente humano que siempre va de paso (hospederías, hospitales de peregrinos, comercios...). La realidad del viaje, además, transforma los lugares y a las gentes que entran en contacto con ella, aunque ese contacto consista simplemente en ver pasar a los viajeros sin abandonar nunca el terruño propio. Y es que con los hombres se desplazan y difunden las ideas, las culturas, las experiencias y los saberes. Incluso los más sedentarios tienen siempre el recurso de oír, asombrarse e imaginar.

Pero quizá el aspecto más importante del viaje en la Edad Media sea su dimensión simbólica. Decíamos que el hombre renacentista está volcado hacia fuera. El hombre medieval, en cambio, acosado por las guerras, las epidemias y el terror del milenio, siente que su vida terrena es frágil y que un dios terrible gobierna su destino. De ahí la importancia que tiene para él su espiritualidad, a cuyo cuidado dedica especial atención, ya sea con una entrega sincera o a modo de transacción comercial, siguiendo ciertas convenciones establecidas que permiten ganarse el cielo en el último momento (donaciones, ofrendas, penitencias...). Así pues, el hombre medieval vive, en cierta medida, hacia dentro y su interiorización es, a la vez, trascendentalización, porque va orientada a la obtención de bienes en el más allá, cosa que para el hombre renacentista, tan seguro del dominio que tiene sobre sí mismo y sobre el mundo que lo rodea, resulta ya inconcebible. Por eso, el peregrino sería, como viajero, el mejor representante de esa mentalidad medieval. En la peregrinación, el viaje mismo adquiere importancia en función de su objetivo, en la medida en que el camino es proceso y purificación. Mientras avanza, el peregrino interioriza su andadura y se va haciendo merecedor de lo que encontrará al final. La peregrinación es una metáfora de la vida misma en el sentido cristiano: la vida terrenal sólo tiene valor como "camino" hacia el más allá, que es el paraíso. Hay, pues, un viaje mental detrás del viaje real y es el primero el que da sentido al segundo.

Por aquí es por donde el viaje penetra en la literatura, no ya como un simple hecho que es descrito o narrado, en lo que propiamente se conoce como "libros de viajes", sino como una estructura mental que recubre ciertas inquietudes sociales. Y la imagen literaria del viaje es, precisamente, el "viaje al más allá".

El viaje literario se define en su marco por oposición a la errancia. La figura del caballero andante, paradigmática del movimiento y la turbulencia social en la Edad Media, no es, sin embargo, la de un viajero, ya que el errante no posee una meta concreta. Bien al contrario, se somete al azar, a la "aventura" (en el sentido de "lo que adviene", "lo que acontece" al caballero) y su trayectoria en nada se asemeja a un itinerario fijado de antemano. El peregrino-viajero, en cambio, sigue un camino concreto, establecido según designios trascendentes (divinos o no), y al final de ese camino hay una meta que el viajero nunca pierde de vista. Es justamente el itinerario lo que estructura, narrativamente hablando, los relatos y pasajes que se construyen sobre un viaje o una peregrinación. Tal es el caso, por ejemplo, de la Navigatio Sancti Brendani Abbatis, obra anónima del siglo IX, cuyo argumento siguió Benedeit para elaborar su Viaje de San Brandán, en lengua anglonormanda, a principios del siglo XII; o la segunda rama de los Mabinogion galeses (siglo XI aproximadamente), titulada Branwen, hija de Llyr. Estas obras nos permiten, además, comprobar que, dentro del motivo del "viaje al más allá", ese espacio trascendente puede ser tanto el Otro Mundo cristiano (Navigatio) como el Otro Mundo celta (Branwen), sin que ello afecte sustancialmente a la estructura del relato, basada en un itinerario. 

Por otro lado, la propia naturaleza del motivo hace que, inevitablemente, se dé en estas narraciones una fusión del plano de lo real con el plano de lo maravilloso. Los viajeros parten de una geografía auténtica, perfectamente localizable en los mapas, y se adentran, en el mismo instante en que comienza el viaje, en una geografía mítica, hasta que, una vez finalizado aquél, el ciclo se cierra y se regresa a los parajes conocidos y palpables. De este modo, el viaje queda situado en lo ambiguo y se carga de valor representativo y simbólico, puesto que discurre por paisajes también simbólicos.

Pero la literatura da cabida también a otras dimensiones del viaje. Dejando a un lado las novelas artúricas, que se interesan no por el viaje, sino por la aventura, es decir, la errancia, no se puede pasar por alto la presencia, en multitud de obras, del motivo de los "falsos peregrinos", cuyo disfraz responde a causas del todo mundanas. Así, Carlomagno se disfraza de peregrino, en el cantar de gesta titulado justamente Peregrinación de Carlomagno, para, con ese pretexto, ir a Constantinopla y comprobar si su emperador es más noble y cortés que él. Tristán, por su parte, adopta tal caracterización para poder acercarse a Iseo y, por medio de una ingeniosa estratagema, salvarla del terrible Juicio de Dios. Y, en fin, la propia institución de la peregrinación es satirizada en el Roman de Renart a través de su protagonista, otro peregrino no muy de fiar. Todas estas obras y muchas más nos dan la otra cara del viaje literario, la realidad visible frente a la realidad imaginaria que aparecía en la Navigatio y en Branwen.

No multiplicaremos los ejemplos. Lo esencial queda dicho ya. Tal vez ahora, en nuestro tiempo, cuando cada vez hay más turistas y menos viajeros y es posible estar hoy en Barcelona y mañana en Moscú sin apenas darnos cuenta de que nos hemos desplazado, sería el momento de preguntarse si no tenemos nada que aprender del pasado, si la Edad Media no podría enseñarnos, de nuevo, a vivir el camino.

Artículo publicado en la revista Quimera, nº 82 (1988), pp. 61-63.