miércoles, 25 de noviembre de 2009

Acerca de Carmen Martín Gaite 14

A diferencia de la madre de Águeda, la suya siempre había sido una mujer de una pieza y bastante sobreprotectora y "empachosa". Pero la censura que Águeda calificaba de "callada" la había vivido también, tácita y explícitamente. Y sí, sentía, como la protagonista de Lo raro es vivir, que a su madre siempre la había defraudado, que nunca había sido lo suficientemente buena para ella. Una vez, incluso, había escrito una canción que hablaba de eso, y de la que su madre no había sabido nunca nada. La había titulado "El modo de hacerte feliz" y si alguna vez la volvía a cantar para sí misma, siempre se le hacía un nudo en la garganta. Deshacer ese nudo era algo que le había parecido siempre imposible, aunque probablemente, como Águeda, nada hubiese deseado más que ser aceptada por su madre y salvar el foso que las había separado desde su entrada en la adolescencia. El paraíso perdido con su madre era también el de la infancia y tampoco sabía cuándo ni como se habían separado tanto, a pesar de que se veían a diario. Verse o no verse no tenía importancia. Proximidad física y cercanía espiritual no siempre iban unidas. Águeda reclamaba el derecho de ser aceptada por lo que era ("¿tan difícil resulta aceptarme como soy?", p. 161), pero, al mismo tiempo, tenía a su madre en un pedestal y luchaba denodadamente por mirarse en ese espejo, que no le devolvía más que una imagen distorsionada. Llegar a conocer a su madre se convertía así en un sinónimo de llegar a conocerse a sí misma y a ello iba unida una autoestima bajísima, pues la hija sentía que no alcanzaba más que a ser una copia del madre. Narrativamente hablando, todo eso se canalizaba en la novela a través de la figura del doble. Águeda Soler y Águeda Luengo no sólo llevaban el mismo nombre de pila, sino que además eran, con la diferencia de los años, que una vez muerta la madre habían dejado de tener importancia, prácticamente como dos gotas de agua. Era ese parecido físico (que afectaba incluso a la voz) lo que hacía pensar a Ramiro Núñez en un juego, como él lo llamaba, consistente en que Águeda hija se hiciera pasar por Águeda madre y visitara de esa guisa al abuelo moribundo a quien nadie le había comunicado todavía el fallecimiento de su hija. A partir de ese principio, la búsqueda de su propia identidad por parte de Águeda Soler se construía en la novela como un encuentro con su doble, su madre. Un encuentro muy difícil de consumar: "Rosario solamente comentó en un determinado momento lo difícil que era quererla, y yo me limité a contestar que ya lo sabía. Pero la niebla tras la que se oculta Águeda Luengo no me la despejó el testimonio de Rosario Tena ni tampoco, dos días más tarde, el del abuelo [...]. Ella sigue perfilándose a lo lejos como una esfinge entre la niebla, ésa es su condición, cosa del tarannà. "No nos conviene ser tan evidentes", me solía decir" (p. 212). Finalmente, esa zona oscura nacía de la infelicidad de la madre, generada, como al final se comprende, por el fracaso de su matrimonio; era ése un dolor que la niña no alcanzaba a desentrañar y que estaba presente ya la tarde del desmayo en los suspiros de Águeda Luengo, en su tristeza y sus pocas ganas de hablar. Un sufrimiento que la madre no deseaba compartir con su hija y que había provocado una exclusión de ésta y una incomunicación que no había hecho sino agrandarse con los años; una incomunicación que Águeda Soler había interpretado como una falta de amor y que, en realidad, no había sido más que el fruto de una amargura heredada: "Me he pasado más de media vida diciéndoles a mis padres cosas que no tenían nada que ver con las que hubiera querido decirles, educando mi voz para que se acoplase a una traición que fue dejando de serlo a medida que se debilitaba la voluntad, cediendo a los pactos de disimulo y medias verdades que la relación entre ellos proponía a modo de paliativo insensible para aliviar la inquietud sin hurgar en sus causas. Aprendí desde edad bastante temprana a mirarme en aquel espejo oblicuo donde mi rostro asomaba a medias tapado por el de ellos, pero no me di cuenta de que estaban torcidas las sonrisas hasta que empezó a reflejarnos solas a mamá y a mí con la sombra de él al fondo. Yo intentaba borrar aquella sombra, la frotaba con rabia una y otra vez, pero reaparecía como la mancha de sangre en la llave de Barba Azul, y dentro del espejo se congelaban los gestos, nada era verdad, a todas las sillas les faltaba alguna pata, no corría el aire, en los estantes había ceniza en vez de libros, mi cara era azul y las figuras se ladeaban como esos muñecos que no asientan bien y están a punto de caerse. ¿No sería - empecé a pensar - que casaban mal unas con otras desde siempre, y que mejor estaríamos cada cual por su cuenta, como ella solía decir, a la conquista de la propia ración de aire? Mamá se quedaba mirando por la ventana cuando dejaba caer esa propuesta teñida del color de sus pinceles, amarillo bilioso, nacarado o granate, y a mí se me encogía el corazón ante su perfil agudo de pájaro impaciente. "¡Que no se vaya!", pensaba, "¡que no eche a volar!", luego todo volvía a estar como antes, aunque aquel aviso podía repetirse inopinadamente. Pero qué difícil es buscar la propia ración de aire, aguantar el aire libre cuando te has aficionado a los paños calientes, abandonar la cueva sin rencor y sin daño, resignarse a olvidar lo que no se ha entendido. De todas maneras, acabé comprendiendo - aunque me costó - hasta qué punto se había distorsionado mi imagen dentro de un azogue empañado por oscuros vicios de origen que yo heredaba a ciegas, sin culpa ni alegría. Y un día dije ¡basta! Y rompí aquel espejo. Pero lo rompí mal, porque sus añicos se me siguen clavando. No los supe barrer" (pp. 95-96). ¿Qué más se podía decir? Sintió que estaba llegando al final de aquellas reflexiones y que, en ese punto, su vida se superponía no a la de Águeda Soler, sino a la de Águeda Luengo. Su propia tristeza por haber fracasado en el intento de tener una familia era la de Águeda Luengo, esa tristeza que no quería compartir con su hija pequeña seguramente para protegerla de todo lo malo y lo feo de la vida y que las había ido alejando progresivamente una de otra. Sí, también ella conocía ese sentimiento y también la relación con su hijo se veía minada muchas veces por él. Al final, su lectura del libro era aquélla, la que podía hacer de su propia vida. No había teoría que pudiese sostener semejante interpretación de un texto literario. Se trataba de algo, digamos, empírico: comprobaba, en su propia existencia, que la literatura imita a la vida tal vez en el mismo grado en que la vida imita a la literatura. De algún modo, Águeda Luengo y Águeda Soler eran reflejos de ella; eran esas otras vidas que hubiese podido vivir de no haber vivido la suya, y era la literatura y sólo la literatura la que le había permitido ser las otras sin dejar de ser quien era.

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